El 13 de junio celebramos el día de San Antonio de Padua, la fiesta del patrón de Villalba Pueblo.

Os compartimos una reflexión de D. David Amado, el párroco de la Parroquia El Enebral.

El Papa león XIII le llamó “el santo de todo el mundo”, porque donde llegaba noticia de su existencia, y llegaba a muchas partes como llegó a Collado Villalba a través la predicación de los franciscanos, encandilaba a los fieles que, en seguida le tomaban devoción. Y su aura de bondad y fama de milagrero se sobrepuso a su misma biografía hasta el punto de que habiendo nacido en Lisboa desde el principio fue conocido como de Padua, donde ejerció gran parte de su ministerio y adquirió mayor notoriedad.

Tampoco es muy conocido que fue un grandísimo teólogo. Ya franciscano regentó una cátedra en Bolonia, en el primer Estudio de los frailes menores. Entonces le escribió san Francisco: «A fray Antonio, mi obispo, el hermano Francisco, salud. Me agrada que enseñes sagrada teología a los hermanos, con tal que, en el estudio de la misma, no apagues el espíritu de oración y devoción, como se contiene en la Regla». Y así lo hizo. Su obra, por la que ha merecido el título de Doctor Evangélico, son unos sermones que escribió para que sus hermanos de orden dispusieran de material para la predicación.

Es por ello que en las primeras representaciones del Santo aparece este con un libro en las manos. Más adelante sobre ese libro se colocó una imagen de Jesús. Y esta es la representación más frecuente que se hace eco de una tradición que refiere que un día le vieron con el Niño Jesús en brazos. Pero, más allá de ello, representa bien lo que fue la predicación y la vida de Antonio, para quien anunciar el evangelio era mostrar a Jesús, verdadero amigo de los hombres, compasivo con los pobres y cercano a cualquiera que estuviera necesitado de compañía o de consuelo.

En un sermón de Navidad escribió refiriéndose al momento en que se describe a Jesús colocado en el pesebre: “Ecce bonitas, ecce paradisus” (Ahí está la bondad, ahí está el paraíso”).
El paraíso está en Jesús, en quien se manifiesta la bondad de Dios para el hombre. Por lo mismo llevamos el paraíso cuando, siguiendo las enseñanzas de Jesús e impulsados por su amor, introducimos a otros en el paraíso.

Las diferentes tradiciones sobre el santo nos lo describen preocupado por los pobres. Hay milagros que refieren su llamada al desprendimiento, como el de aquel avaro que llevaban a enterrar y que el santo advirtió que carecía de corazón y que lo encontrarían en el mismo cofre en el que encerraba sus riquezas; otros nos hablan de como, entregando toda la comida del convento a los menesterosos que llamaban a sus puertas no se agotaba la reserva de la alacena; un tercero cuenta que ante las burlas de uno que negaba la presencia de Jesús en la Eucaristía y que pretendía que el jumento hambriento elegiría la ración de trigo, este se postró ante el Santísimo que el santo sostenía en la Custodia.

Son historias que, decantado lo que puedan tener de legendario, unen en la persona de Antonio el amor apasionado por Jesús, del que no se cansaba de hablar en sus enseñanzas y de ejemplificar son sus obras, y la delicada preocupación por el prójimo. Un santo que, en su vida misma, es como un atajo para conducirnos a lo esencial del evangelio: a conocer la caridad, con la que Dios nos ama y con el que hemos de amar a los que nos rodean.

Por eso, quien se siente atraído por san Antonio, acaba reconociendo que no es más que el reflejo, ciertamente admirable, de Jesús, a quien él contemplaba especialmente en la Cruz, porque en ella aceptó ser desfigurado para embellecer al hombre.