El paso del alma que busca
Cada uno lleva dentro un deseo de hogar, una sed de plenitud que empuja a levantarse y caminar. Peregrinar es más que moverse, es saberse en camino hacia Alguien que llama. La Cuaresma despierta esa certeza: somos peregrinos. El corazón, cuando escucha, reconoce la voz del Padre que invita a volver. Y algo en lo profundo se pone en marcha.
La parábola del hijo pródigo ilumina este viaje: un hijo se levanta desde su propia herida y emprende el regreso. El padre, al verlo, no espera, sino que corre, se conmueve, abraza. “Todavía estaba lejos, cuando su padre lo vio y se le enternecieron las entrañas” (Lc 15, 20). La ternura se adelanta. La misericordia sale al encuentro. En ese abrazo se revela la meta de todo peregrinaje: el corazón del Padre.
El camino que transforma
Ser peregrino no es tenerlo todo claro. Es avanzar incluso cuando el horizonte se difumina. Es confiar, como Abraham, en la promesa que sostiene el paso. Es dejar que la intemperie ablande las durezas, que el cansancio limpie las falsas seguridades, que el silencio revele lo esencial. Cada etapa enseña. Cada pausa purifica. Cada paso acerca.
“Yo mismo buscaré a mis ovejas y velaré por ellas” (Ez 34, 11). Quien se sabe buscado camina distinto. No con miedo, sino con confianza. No con prisa, sino con hondura. Como recuerda San Agustín: “Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti”. La inquietud no es un obstáculo, es el motor. El corazón que peregrina se deja tocar, abrir, transformar. Se convierte en tierra fecunda, en fuego que no se apaga, en espera que no desespera.
Una Iglesia que acompaña el paso
En este tiempo, también la Iglesia se descubre peregrina. Camina con la humanidad, acompaña sus búsquedas, acoge sus regresos. No marca distancias, acorta caminos. No mide méritos, abraza historias. La comunidad cristiana, cuando vive desde el Evangelio, se convierte en albergue para los cansados, en fuente para los sedientos, en mesa para los que regresan.
El hijo mayor de la parábola no comprende esta lógica del amor. Reclama, calcula, compara. El padre, en cambio, recuerda la razón de la fiesta: “Era necesario celebrar y alegrarse, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida” (Lc 15, 32). Esa es la vocación más honda de la Iglesia: hacer fiesta por cada regreso, ensanchar la casa, abrir el corazón.
Esta semana, el Evangelio nos invita a ser peregrinos. A ponernos en camino. A caminar ligeros, con lo justo, con lo verdadero. A avanzar con la certeza de que el amor espera. A reconocer que cada paso, aunque incierto, lleva consigo una promesa. Que cada peregrino guarda en su interior la nostalgia de un abrazo. Y que al final del camino, ese abrazo está siempre encendido.
Leer Más »