La noche del 10 de diciembre, algo muy hondo se abrió paso en nuestra comunidad. Lo que vivimos superó cualquier idea de encuentro programado, porque la oración se convirtió en un espacio donde el corazón respiraba con una claridad nueva. La imagen del Niño levantado en brazos mientras era llevado hacia el pesebre encendió una emoción que se abrió camino sin esfuerzo, como si cada gesto revelara la ternura con la que Dios se acerca a su pueblo. Cada estrella colocada, cada palabra dicha desde el corazón, cada mirada cruzada entre quienes servimos en nuestra parroquia, tejió una verdad que supera cualquier programa pastoral. Estamos llamados a respirar juntos, a esperar con esa paciencia amorosa que entiende que todo nace a su tiempo, igual que una madre escucha el ritmo secreto de la vida que crece dentro de ella.
Cuando el párroco habló del aliento como la espera, se sintió que algo se ordenaba por dentro. Las prisas pierden sentido cuando reconocemos que Dios camina con pasos suaves y que los procesos de cada persona llevan una música distinta. Somos muchos, venimos de lugares y experiencias diversas, y aun así compartimos la misma misión. Esa misión se convierte en algo luminoso cuando la vivimos con mirada contemplativa, atentos al Niño que se revela en lo cotidiano, en la fragilidad, en los gestos pequeños que sostienen la vida parroquial. A veces olvidamos que el verdadero fruto nace desde dentro, sin estridencias, igual que la liturgia doméstica de María en Nazaret. Ella guardaba cada cosa en su corazón, sin perder la capacidad de asombro, y hoy nos enseña a hacer lo mismo en nuestra tarea pastoral.
La oración encendió algo más que estrellas. Encendió la certeza de que el Espíritu se mueve con una libertad preciosa entre quienes servimos en la parroquia. Se sentía en las palabras espontáneas que surgieron durante el eco de la Palabra, en los silencios que abrazaban a quienes no pudieron hablar, en la ternura con la que cada grupo acercó su estrella al Niño recién nacido. Ese gesto dibujó un cielo nuevo para nuestra comunidad, un cielo donde cada carisma se vuelve brillo, cada servicio se transforma en una luz que sostiene la misión, y cada persona encuentra un lugar desde el que seguir amando.
Más tarde, cuando descendimos al salón y la música acompañó la convivencia, se comprendía que la alegría sencilla también es teología vivida. Los bailes, las risas, el picoteo compartido, la cercanía espontánea que brota entre quienes se sienten familia, todo eso también forma parte del misterio. Porque detrás de cada agente de pastoral late un hogar, una familia que sostiene el cansancio, que acompaña las ausencias, que ofrece tiempo, cariño y comprensión para que cada uno pueda entregarse con libertad. A esas familias las abrazamos con gratitud, porque su generosidad también escribe la historia de esta parroquia.
Hoy, al recordar lo vivido, queda la sensación de que el Niño ya ha comenzado a nacer entre nosotros. Su alegría circuló por los pasillos, su paz reposó sobre nuestros rostros, su Espíritu despertó una promesa nueva. Y mientras seguimos caminando hacia la Navidad, algo dentro susurra que la esperanza está muy cerca, tan cerca como un recién nacido que nos mira desde el pesebre y nos recuerda que Dios siempre elige lo pequeño para transformar el mundo.
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