El pasado 30 de abril, nuestra comunidad se reunió para dar gracias y despedir al Papa Francisco en una misa funeral llena de sentido. No fue una despedida cualquiera. Fue un momento de comunión profunda, de esos que marcan y que nos ayudan a comprender que hay vidas que, al partir, no se apagan… sino que se expanden. Porque lo que se entrega del todo, permanece para siempre.
Durante la homilía, nuetro párroco, P. Luis Murillo, nos compartió con emoción que los tres sacerdotes de nuestra parroquia habían tenido la oportunidad de conocer a Francisco personalmente. No hablaba desde la distancia, sino desde el encuentro, desde lo humano, desde el testimonio cercano de quien ha visto en él no solo al Papa, sino al hermano, al pastor, al hombre de Dios.
Lo que resonó en sus palabras fue una verdad encarnada, tejida de cercanía y de Evangelio vivido: Francisco fue un Papa próximo, alguien que habitó la misericordia como casa y eligió a los pobres como camino. Su pontificado se comprendió desde el servicio humilde, la entrega constante y el deseo sincero de seguir los pasos de Jesús. En lugar de quedarse en los márgenes del discurso, se adentró en las heridas del mundo. Hizo de la Iglesia un hospital de campaña, siempre dispuesto a acoger, aliviar y acompañar. En cada gesto, abrió caminos de reconciliación; en cada palabra, ofreció consuelo. Fue al encuentro de quienes más necesitaban una mirada de compasión, una voz que susurrara al corazón: “tú también eres parte, tú también eres amado”.
Nos habló también de su magisterio, de los textos que marcaron su pontificado y que aún hoy siguen iluminando la vida de la Iglesia: Evangelii Gaudium, con su impulso misionero; Laudato Si’, con su llamada urgente a cuidar la casa común; Amoris Laetitia, con su mirada compasiva a la vida familiar; Gaudete et Exsultate, con la invitación a una santidad de lo cotidiano. No fueron documentos para unos pocos estudiosos, fueron palabras vivas para el Pueblo de Dios, que supo hacerlas oración, aliento, criterio de vida.
Y mientras se recordaban sus gestos y sus palabras, una sensación se abría paso entre nosotros: la gratitud. Una gratitud serena, profunda, que nace cuando uno sabe que ha sido bendecido al vivir en este tiempo, al caminar con este pastor que nos habló con la fuerza sencilla del Evangelio.
Queremos compartir también con todos vosotros un pequeño eco del L’Osservatore Romano (haz clic en la imagen), que ha reunido tantos testimonios en estos días. Desde los cardenales hasta los cartoneros, desde las periferias argentinas hasta las grandes plazas del mundo, todos expresaban lo mismo: Francisco fue el Papa de todos. Y, sobre todo, de los que nadie nombra.
No fue perfecto, ni buscó serlo. Fue humano. Y en esa humanidad abierta a Dios, muchos encontraron consuelo, coraje, fe. Su último gesto fue darnos la bendición pascual desde el balcón de San Pedro. Y ese mismo día, en su último viaje por Roma, la gente lo despidió como se despide a alguien muy querido, con lágrimas, con silencio, con oración, con aplausos.
Hoy, como comunidad, nos queda caminar por las sendas que él nos señaló. Cuidar la alegría del Evangelio. Ser Iglesia en salida. Construir fraternidad. Escuchar el clamor de la tierra y el grito de los pobres. Y vivir con la certeza de que, cuando la fe se hace ternura, siempre encuentra un camino.
Gracias, Señor, por habernos regalado a Francisco. Que su testimonio nos ayude a seguir siendo una Iglesia abierta, samaritana, luminosa. Que sus huellas nos animen a vivir la fe como él: con los pies en la tierra, el corazón en el Evangelio, y los brazos abiertos para todos.
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