La Pascua, un tiempo sagrado de 50 días, en el que celebramos que Cristo ha resucitado, nos invita a sumergirnos en la celebración de la VIDA en toda su plenitud. Es una temporada de reflexión sobre el significado íntimo de nuestra existencia y nuestra fe. En nuestro devenir diario, la Pascua nos recuerda que la esperanza siempre prevalece y nos anima a renovar nuestras fuerzas, sin importar las sombras que puedan cruzar nuestros caminos.
Cada alba es una nueva oportunidad para dejar atrás nuestras faltas y comenzar de nuevo, para ofrecer y recibir perdón. Nos llama a apartar la mirada de nuestras propias preocupaciones y a estar atentos a las necesidades de los demás. La Pascua nos desafía a ser compasivos, a amar sin reservas y a irradiar luz en un mundo que a menudo se sumerge en la oscuridad.
En medio de este mundo frenético y en ocasiones caótico, la Pascua nos exhorta a encontrar momentos de paz y serenidad. Nos recuerda que la verdadera fortaleza no yace en la ausencia de problemas, sino en la capacidad de enfrentarlos con fe y valentía. En esos momentos de lucha descubrimos nuestra propia resistencia y la presencia constante de la gracia de Dios que nos sostiene.
La Pascua no solo tiene un impacto en nuestras interacciones exteriores y relaciones con los demás, sino que también influye profundamente en nuestro mundo interior y en la relación con nuestro propio yo. Interiormente, la Pascua nos desafía a dejar de lado nuestro egoísmo y orgullo, invitándonos a cultivar la humildad y la autenticidad. Nos llama a examinar nuestras acciones, motivaciones y actitudes, fomentando la reflexión sobre cómo podemos mejorar como individuos.
La temporada de Pascua nos impulsa a confrontar nuestros propios errores y debilidades, a reconocer la necesidad de perdón y reconciliación dentro de nosotros mismos. Nos insta a ser más compasivos y comprensivos con nuestras propias luchas internas, así como con las de los demás. Además, nos recuerda que la verdadera transformación comienza desde adentro hacia afuera, desafiándonos a crecer espiritualmente y a encontrar la paz interior a través de la fe y la comunión con Jesús.
Cristo Resucitado está presente en cada amanecer que nos regala una nueva oportunidad para recomenzar. Se manifiesta en los actos de perdón y reconciliación, donde experimentamos su amor incondicional y su misericordia. Su luz brilla en medio de la oscuridad, recordándonos que Él es la fuente de nuestra esperanza y fortaleza. Cristo Resucitado habita en cada gesto de amor y servicio desinteresado, en cada muestra de compasión y solidaridad hacia nuestros semejantes. Es decir, Cristo Resucitado vive en el corazón de cada uno de nosotros y en cada faceta de nuestra existencia, inspirándonos a vivir con fe, esperanza y amor.
Vivir la Pascua en nuestra vida diaria implica irradiar la luz y la alegría que emana de esta temporada en cada relación y situación que enfrentamos. Es cultivar la gratitud por las pequeñas bendiciones que nos rodean y compartir esa gratitud con los demás. Es abrazar la vida con pasión y sentido, sabiendo que cada experiencia, ya sea adversa o favorable, nos moldea y nos acerca a nuestra verdadera esencia.