Caminando juntos… en la fe, con esperanza, desde el amor… como comunidad parroquial
Los martes del curso 2025-2026, continuando con el proyecto que iniciamos el curso pasado, publicaremos una entrada que podría fomentar la reflexión y el crecimiento de nuestra vida espiritual, ayudando a mantenerla viva en el día a día: Y tú, ¿de qué vive tu corazón?
Al volver a la rutina, con sus madrugones y sus carreras, es fácil sentir que el corazón va al mismo ritmo que la agenda. Sin embargo, si nos paramos un instante, descubrimos que late otra necesidad más profunda. Todos tenemos dentro un hambre que no se sacia solo con trabajo o con descanso. El alma busca algo más, algo que dé sentido. Y entonces aparece la pregunta que nos interpela: ¿de qué vive mi corazón?
La oración como alimento verdadero
Nos hemos dado cuenta muchas veces: un día en el que hemos encontrado tiempo para rezar se vive distinto. Basta muy poco, quizá abrir la Biblia al amanecer, quizá una visita breve al templo, o ese momento en casa en que apagamos el ruido y dejamos que el silencio hable. La oración es alimento para el alma. Jesús lo dijo con claridad: “No solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios” (Mt 4,4). Con esa palabra dentro, el corazón se calma, se fortalece, incluso en medio del cansancio.
Hacer espacio interior para Dios
Vivimos llenos de estímulos: móviles que suenan, compromisos que esperan, voces que reclaman atención. El corazón agradece cuando le regalamos un respiro. Hacer espacio interior para Dios es como abrir la ventana de casa y dejar entrar aire fresco. A veces basta un paseo tranquilo, un rato frente al sagrario, o incluso detenerse a respirar hondo y decir en silencio: “Aquí estoy, Señor”. En esos momentos todo se recoloca, y lo que parecía confuso se aclara. San Agustín lo dijo de un modo precioso: “Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti”.
Un corazón que se convierte en fuente
Cuando dejamos que Dios alimente nuestro interior, se nota fuera. El corazón que vive del Señor se convierte en manantial para los demás. Eso se traduce en paciencia con la familia, en ternura con los mayores, en justicia en el trabajo, en esperanza compartida en la parroquia. Jesús prometió: “De su interior manarán ríos de agua viva” (Jn 7,38). Y esos ríos riegan lo árido, dan vida a lo pequeño y llenan de luz lo que parecía rutinario.
Por eso, al comenzar este curso, la pregunta se vuelve compromiso: ¿de qué queremos vivir? Que el corazón se alimente de oración diaria, de la Palabra, de la Eucaristía. Que cada día tenga un momento para Dios. Y así, hermanos, nuestra vida entera se convierte en respuesta agradecida, en fuente de esperanza que los demás pueden beber.
