MARÍA, MUJER CREYENTE QUE HABITA EN NUESTRA CASA

María visita a su prima Isabel y se queda con ella “unos tres meses” (Lc 2,56) y hoy
somos nosotros los que recibimos la invitación de acoger a María en nuestra casa, en
nuestra vida.

Acoger a María es hacer que nuestra fe sea dinámica, es decir, que se hace en camino.
Una fe que despierta y nos hace caer en la cuenta, en nosotros y en aquellos con
quienes nos encontramos que la presencia de Dios está en lo profundo de nuestro ser y
en el fondo de toda la realidad, una fe que abre espacios y nos impulsa al encuentro.
Algo así no es fruto de nuestra buena voluntad, de nuestro esfuerzo o de nuestros buenos
propósitos. Mantenerse así, firmes en esta fe, no es tarea de un día… es talante vital.

María es la mujer que “habita la propia casa”, es decir, que vive asentada en lo profundo
de su ser, que vive desde ese lugar que todos ansiamos desde donde poder ser nosotros
mismos sin tener que disimular, escondernos ni aparentar; ese lugar donde las cosas
puedan ser lo que son: el lugar de la AUTENTICIDAD que nos impulsa a la
COHERENCIA.

Nuestro caminar creyente se teje en este aprender a habitar y vivir desde “nuestra
propia casa”, desde ese centro íntimo que nos da la vida, la serenidad, la paz… en los
momentos buenos y en los malos.
Asentarse y vivir desde la propia casa, desde nuestro más profundo centro, requiere
tiempos de silencio en los que Dios sea el centro (“tres meses”), tiempos en los que
saborear la propia intimidad y en los que dejar que la Palabra de Dios resuene.

En nuestra religiosidad no estamos acostumbrados al silencio. Solemos llenar nuestros
espacios de palabras, de canciones… cuando no estamos conectados… Nos cuesta
escucharnos a nosotros mismos… Nos cuesta mucho más el silencio.
María nos muestra que para llegar a estar en contacto con lo que está más interior en
otra persona necesitamos estar en contacto con nosotros mismos, con lo más interior de
mí.

Es preciso aprender a vivir PRESENTES A NOSOTROS MISMOS, rompiendo con las
esclavitudes de nuestro yo exterior que nos tiraniza y nos hace vivir pendientes de la
mirada de los demás, de la reputación, de la imagen, de las obligaciones, de las
tradiciones, de los deberes, teneres y saberes, de las expectativas que se proyectan
sobre nosotros y nos tiranizan, del reconocimiento, del aplauso, del agradecimiento…, es
decir, todas esas esclavitudes que nos hace vivir fuera de nuestra propia casa, en otra
parte… anhelando ser otra persona cuando nuestra única tarea es llegar a ser lo que
somos, cada uno como es y de acuerdo a sus posibilidades.

María es la mujer que nos enseña a vivir desde nuestro propio centro, a la escucha de la
propia intimidad. Nos enseña que las transformaciones no vienen de fuera adentro sino
que nacen de lo profundo, del núcleo de nuestro ser. Por eso ella nos invita a
desentendernos del afán de dar la talla, de la necesidad de aprobación de los demás…
Sólo así podemos ser nosotros mismos.

Y para no caer en las trampas de nuestro yo exterior, necesitamos abrirnos con humildad
a aquellos que, como nosotros, también viven en búsqueda permanente. Necesitamos
espacios y tiempos para abrir nuestro corazón, para habitar la casa de otros (como María
en la casa de Isabel), para compartir gozos y esperanzas, alegrías y tristezas… y
después volver a nuestra casa, a nuestro centro.

Quedarse en casa y en zapatillas es sentir que puedo ser quien soy sin máscaras ni
maquillajes, que no tengo que intentar ser otro ni me van a querer más por eso, que
tenemos el derecho a dejarnos ser desde la persona que somos. No hay nada más
gozoso que encontrar personas en nuestro camino creyente ante las que no es preciso
empinarse ni esconderse, antes las que sabemos que basta ser nosotros mismos y, ¡lo
que es más maravilloso!
¡no pasa nada por ser tal cual somos!.

Acercándonos a Pentecostés recemos la jaculatoria: ¡Ven, Espíritu Santo, ven por
María!