Avisos Cáritas

Lunes, martes y miércoles santos: pasos callados hacia la entrega

Hay caminos que no se recorren deprisa. Hay días que no se entienden con la razón, sino con el corazón. Al llegar al umbral del Triduo Pascual, la liturgia nos invita a entrar descalzos, con la mirada atenta y el alma dispuesta. Son días de quietud interior, donde todo parece hablar más bajo para que algo profundo en nosotros pueda despertar.

Lunes, martes y miércoles santo no son un simple paso previo hacia lo grande, sino un tiempo en el que Dios se revela en lo pequeño, en lo cotidiano, en lo que parece secundario. Son días en los que se derrama un perfume, se comparte una mesa, se parte un pan. Días en los que el Evangelio se vuelve casa, se hace gesto, se queda.

Una casa que huele a ternura

Hay gestos que no se olvidan. María rompe el frasco de perfume y unge los pies de Jesús con una delicadeza que no se explica, solo se contempla. No hay palabras largas, solo una presencia que se vuelca sin medida. El perfume inunda la casa, como si la ternura pudiera respirarse. A veces, la fe se expresa así: en actos que no buscan ser comprendidos, solo amados. Cada lunes santo, este Evangelio nos susurra al oído que el amor no siempre es útil, pero siempre es fecundo. Nos invita a detenernos, a mirar lo que nos mueve por dentro, a preguntarnos qué fragancia dejamos a nuestro paso. Tal vez hemos olvidado que el corazón también necesita un hogar donde ser acogido, donde pueda derramarse sin miedo.

Miradas que conocen la herida

El martes santo se abre con una mesa compartida y un silencio espeso. Jesús habla de traición, pero no desde la sospecha, sino desde una compasión que ya ha llorado por dentro. No hay acusación en su voz, solo una hondura que reconoce la fragilidad humana. Pedro quiere adelantarse, quiere prometer, asegurar, mantenerse fuerte. Y Jesús lo mira con ternura: “Antes de que cante el gallo…”. Cuántas veces prometemos fidelidad sin medir el temblor de nuestras propias palabras. Este Evangelio nos abraza tal como somos, sin disfraces ni exigencias. Nos recuerda que Jesús no espera perfección, sino verdad. Que no se escandaliza de nuestras sombras, porque ya ha decidido amarnos desde dentro.

Manos que ofrecen el pan de la libertad

En el miércoles santo, las palabras de Mateo nos colocan de nuevo frente a la mesa. Judas vende a Jesús por unas monedas, pero la escena no se congela en la traición. El Maestro sigue partiendo el pan, sigue extendiendo la mano. Cada uno de nosotros ha estado ahí alguna vez, tanteando caminos que prometen y no sostienen. Sin embargo, en esa mesa sigue habiendo sitio. No se nos excluye del banquete aunque hayamos fallado, porque la Pascua comienza justo ahí, en medio de lo incompleto. Este día nos enseña que el amor no se retira, incluso cuando duele. Que la entrega no se negocia, porque nace del deseo profundo de que todos tengan vida.

Un paso más…

Estos tres días abren el corazón al Triduo como quien cruza un umbral sagrado. No se trata de entenderlo todo, sino de dejarse tocar por lo que sucede. El perfume, las miradas, el pan compartido… todo nos prepara para vivir el amor que se queda cuando otros se van. Porque el Evangelio no se explica: se experimenta. Y en este camino, no caminamos solos.

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El discernimiento espiritual: cómo escuchar la voz de Dios

Caminando juntos… en la fe, con esperanza, desde el amor… como comunidad parroquial

Los martes del curso 2024-2025, publicaremos una entrada que podría fomentar la reflexión y el crecimiento de nuestra vida espiritual, ayudando a mantenerla viva en el día a día: El discernimiento espiritual: cómo escuchar la voz de Dios (más…)

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Quinta semana de Cuaresma: Sembradores de esperanza

Una mirada que restaura

La escena habla por sí sola: una mujer es llevada al centro, expuesta, juzgada, utilizada como argumento. Muchos la miran, pero no todos ven. Jesús, en cambio, no responde con dureza, no entra en su juego. Se inclina, escribe en el suelo, guarda silencio. Su gesto no acusa, crea un espacio nuevo. “El que esté libre de pecado, que tire la primera piedra” (Jn 8, 7). Y uno a uno, todos se van.

Esa mujer, sola frente a Jesús, descubre una mirada distinta. Una que no destruye, que no clasifica, que no encierra. Una mirada que levanta. “Mujer, ¿dónde están tus acusadores?” (Jn 8, 10). Quien ha sido visto así ya no es el mismo. El corazón que ha sido tocado por la misericordia aprende a vivir de otro modo. La esperanza brota cuando el amor se hace carne en un gesto, en una palabra, en una presencia.

La semilla que crece en lo oculto

Sembrar esperanza es apostar por lo que aún no se ve. Es poner una semilla en tierra y creer que algo nacerá. En nuestra sociedad, que tantas veces reclama resultados, quien siembra esperanza confía en lo invisible, cuida lo frágil, acompaña sin invadir. “Los que siembran entre lágrimas cosechan entre cantares” (Sal 126, 5).

La Cuaresma nos invita a esta siembra humilde y fecunda. No hay terrenos estériles cuando el corazón se entrega. Cada gesto cuenta, cada palabra cura, cada silencio habitado se convierte en espacio sagrado. Dios actúa en lo escondido. La esperanza no siempre grita, pero nunca se apaga. A veces basta una presencia fiel, una escucha sin prisa, una mano tendida.

San Francisco de Sales decía: “Una palabra amable tiene poder para derretir corazones de hielo”. El que ha sido amado aprende a mirar con compasión. Y el que ha sido perdonado lleva dentro una ternura que sana. Desde ahí, todo puede florecer.

Una Iglesia que cultiva vida

El Evangelio no llama a condenar, llama a curar. La Iglesia, como cuerpo vivo del Resucitado, está llamada a ser tierra buena, donde cada persona pueda enraizarse, crecer, dar fruto. El juicio paraliza, la misericordia transforma.

Sembrar esperanza es elegir, cada día, la lógica del Evangelio. Es vivir sin levantar muros, sin buscar culpables, sin atrincherarse. Es abrir caminos, acompañar procesos, confiar en lo que Dios está obrando en el corazón del otro. “No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores” (Mt 9, 13). Ahí está la belleza de nuestra misión: ser reflejo de una ternura que no excluye, que no etiqueta, que no aparta.

Esta semana, la Palabra nos empuja a convertirnos en signo. A sembrar esperanza donde otros solo ven ruinas. A mirar con fe donde todo parece perdido. A caminar con suavidad por las heridas del mundo. Que cada uno de nuestros gestos anuncie que la misericordia siempre tiene la última palabra. Que el paso de Dios, a través nuestro, deje huellas de esperanza en cada corazón que toca.

 

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Convivencia postcomunión: los tipos de oración

Hay días que no se olvidan, no porque sean extraordinarios a los ojos del mundo, sino porque en lo sencillo se abre un espacio maravilloso de encuentro con Cristo. Así fue el pasado sábado 29 de marzo para los grupos de Postcomunión: un día tejido con juegos, risas, creatividad y oración, donde el colegio Santísima Trinidad se convirtió en casa, capilla y taller del alma.

La jornada comenzó entre gestos y nombres, en un juego que nos recordó que cada uno es único y, al mismo tiempo, parte de un todo que se construye en comunidad. Después, el silencio interior nos reunió en la capilla. Allí compartimos una oración de buenos días, poniéndonos en manos del Señor y dejándonos tocar por su presencia que acoge, escucha y transforma.

Los tipos de oración —Petición, Adoración, Intercesión, Agradecimiento— se convirtieron en hilo conductor de una dinámica que no solo nos ayudó a recordarlos, sino a hacerlos nuestros. A través de murales llenos de color, los niños expresaron cómo imaginan el diálogo con un Dios que se hace cercano, cotidiano, real.

Después seguimos profundizando con una nueva actividad: fuimos escuchando distintas oraciones que debíamos clasificar según su tipo, y también nos animamos a crear las nuestras propias. Un ejercicio que nos invitó a mirar hacia dentro y poner palabras al corazón.

Y como colofón de la mañana, nos enfrentamos al “examen” final: una batería de preguntas que no pretendía medir conocimientos, sino ayudarnos a descubrir cuánto habíamos acogido, cuánto se había sembrado en nuestro interior, cuánto de ese lenguaje de la oración había comenzado ya a formar parte de nuestra manera de vivir.

Por la tarde, una nueva dinámica nos ayudó a seguir caminando juntos: rezamos por nuestros seres queridos, dimos gracias y compartimos con alegría una tarde llena de complicidad y fraternidad. Porque también la amistad puede ser una forma de oración cuando se vive desde el amor.

Cerramos el día con la Eucaristía, celebrada junto a nuestras familias. Fue un momento especial para mostrarles lo que habíamos vivido, lo que habíamos aprendido, y para dar gracias juntos al Señor por tanto recibido.

Fue una jornada de esas que dejan huella. De las que nos recuerdan que evangelizar también es crear espacios donde el alma respira y se ensancha, donde la alegría y la fe caminan juntas. Gracias a los niños de Postcomunión por su entrega y entusiasmo. Gracias a los catequistas y al sacerdote que les acompañan, por hacer posible este camino.

En medio del ritmo acelerado de la vida, vivir un día así es recordar que hay cosas esenciales que sostienen el alma. Y que en cada uno de estos encuentros, Cristo sigue saliendo a nuestro encuentro, silencioso y fiel, como siempre.

Puedes ver algunas fotos haciendo clic en:

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Envío de misioneros parroquiales

El domingo 30 de marzo, nuestra parroquia ha vivido uno de esos momentos que dejan huella. Cincuenta misioneros parroquiales han sido enviados, en el contexto del Jubileo de la Esperanza, durante la Eucaristía dominical. La comunidad entera oró sobre ellos, bendijo sus pasos y los abrazó con la certeza de que es Dios mismo quien los envía. No salen por iniciativa propia, salen porque han sido llamados, tocados por un amor que no se guarda, un amor que desea llegar a todos.

Ser misionero no es tener todas las respuestas. Es dejarse transformar, permitir que el Señor pase a través de nuestra vida y haga de nuestra presencia un canal de su ternura. No somos portadores de discursos, somos portadores de una experiencia. Hemos sido formados, hemos rezado, nos hemos preparado con humildad… y ahora toca caminar. Salir, llamar a las puertas, sentarnos en el hogar de otros como quien entra descalzo en tierra sagrada.

La Misión Parroquial es la Iglesia que se hace casa, que se hace visita, que se hace encuentro. Es la certeza de que Cristo camina con nosotros y nos espera también en los pasillos de nuestras casas, en la silla donde se reza, en la mirada de quienes nos reciben. Porque Dios se hace presente allí donde dos o tres se reúnen en su nombre. Y nos sale al encuentro en lo cotidiano: en la conversación sencilla, en el silencio compartido, en la oración que brota sin forzar nada, solo porque Él está.

Cada visita es una gracia. A veces se llora, a veces se sonríe. Siempre se escucha. Y en ese espacio sagrado donde se entrelazan historias, preguntas, heridas y esperanzas, florece algo nuevo. Una paz que no se puede explicar, una alegría serena, una luz que disipa la oscuridad. Descubrimos que Dios sigue actuando, que su amor no se cansa, que su gracia sigue obrando.

Gracias a cada misionero parroquial que ha dicho “sí”, que ha entregado su tiempo, su corazón, su fe. Gracias por ser rostro visible de una Iglesia que no espera sentada, sino que camina, que acompaña, que se pone a la escucha. Gracias por hacer vida esta misión.

Y a quienes sienten en el corazón el deseo de abrir su casa al Señor, de dejar que Él entre y se quede… aún estáis a tiempo. Apuntaos en la sacristía, en el despacho parroquial o al salir de misa. Nos pondremos en contacto para organizar la visita.

Será una bendición. Un instante de gracia. Una puerta que se abre… y un corazón que se ensancha. ¿Nos atrevemos a abrirle la puerta?

P. Luis Murillo

 

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Retiro parroquial de cuaresma: Recuperar la esperanza en Jesús

Hay momentos en los que el alma necesita una pausa, para reencontrarse. Eso ha sido el Retiro de Cuaresma que nos ha ofrecido el P. Luis el 29 de marzo: un espacio donde el tiempo se detuvo y el corazón, por fin, pudo respirar hondo. Nos citamos con Jesús en el camino de Emaús, y allí, entre palabras y silencios, nos dejó una huella que no se borra.

Fuimos muchos los que acudimos con la mochila cargada de dudas, cansancios, esperas y pérdidas. Cada uno llegaba con su propio trozo de noche. Y, sin embargo, algo comenzó a suceder. Al principio no sabíamos ponerle nombre, pero nuestros pasos se volvieron más ligeros, nuestras conversaciones más sinceras, y nuestros corazones, sin saber cómo, empezaban a arder. Porque cuando uno se detiene, se acalla por dentro y escucha con el alma… entonces llega Él.

El P. Luis nos habló al corazón. No con teorías, sino con verdad. De esa que remueve, sana y transforma. Nos ayudó a mirar hacia dentro, a reconocer nuestras huidas, nuestras decepciones, nuestras historias mal cerradas… y allí, en lo más hondo, apareció la misericordia. Como una presencia real, cercana, entrañable. Jesús se nos acercó como peregrino y, paso a paso, palabra a palabra, fue abriéndose camino hasta quedarse.

“Quédate con nosotros”, le dijimos. Porque atardecía en muchas de nuestras almas. Porque cuando Él está, hasta la noche tiene luz. Porque su compañía no se impone, pero lo cambia todo. Y se quedó. Se quedó en la Palabra compartida, en la Eucaristía, en el silencio cargado de sentido, en las miradas de los hermanos, en los testimonios que devolvían aliento y ganas de seguir caminando.

Hubo un momento en que todo se volvió claro. No porque la vida haya cambiado de repente, sino porque algo cambió en nosotros. El pan partido, la mesa compartida, la certeza de que Él toma nuestra historia —por rota que esté—, la bendice, la sana y nos la entrega de nuevo. Desde ahí, desde esa intimidad que sólo se vive con Jesús, comprendimos que la esperanza no se busca fuera: nace dentro, arde por dentro y se contagia.

A los que no pudisteis venir, sólo puedo deciros esto: os echamos de menos. Porque lo vivido no se puede explicar, pero sí se puede intuir cuando ves un rostro que ha sido tocado por Dios. Ojalá la próxima vez os animéis. Ojalá sintáis que vale la pena detenerse, dejarse alcanzar, permitir que Jesús vuelva a tomaros de la mano. Porque la esperanza no se enseña, se contagia. Y nosotros hemos sido contagiados.

Salimos distintos. No mejores, pero sí más vivos. Con los ojos abiertos y el corazón encendido. Con la certeza de que hay que volver a Jerusalén, allí donde nos dolió, pero ya no desde el miedo, sino desde la fe. Él vive. Y nos espera en cada paso. Porque, aunque sea de noche… Él está. Siempre.

 

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El significado de la cuaresma y su preparación

Caminando juntos… en la fe, con esperanza, desde el amor… como comunidad parroquial

Los martes del curso 2024-2025, publicaremos una entrada que podría fomentar la reflexión y el crecimiento de nuestra vida espiritual, ayudando a mantenerla viva en el día a día: El significado de la Cuaresma y su preparación (más…)

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Cuarta semana de Cuaresma: peregrinos

El paso del alma que busca

Cada uno lleva dentro un deseo de hogar, una sed de plenitud que empuja a levantarse y caminar. Peregrinar es más que moverse, es saberse en camino hacia Alguien que llama. La Cuaresma despierta esa certeza: somos peregrinos. El corazón, cuando escucha, reconoce la voz del Padre que invita a volver. Y algo en lo profundo se pone en marcha.

La parábola del hijo pródigo ilumina este viaje: un hijo se levanta desde su propia herida y emprende el regreso. El padre, al verlo, no espera, sino que corre, se conmueve, abraza. “Todavía estaba lejos, cuando su padre lo vio y se le enternecieron las entrañas” (Lc 15, 20). La ternura se adelanta. La misericordia sale al encuentro. En ese abrazo se revela la meta de todo peregrinaje: el corazón del Padre.

El camino que transforma

Ser peregrino no es tenerlo todo claro. Es avanzar incluso cuando el horizonte se difumina. Es confiar, como Abraham, en la promesa que sostiene el paso. Es dejar que la intemperie ablande las durezas, que el cansancio limpie las falsas seguridades, que el silencio revele lo esencial. Cada etapa enseña. Cada pausa purifica. Cada paso acerca.

“Yo mismo buscaré a mis ovejas y velaré por ellas” (Ez 34, 11). Quien se sabe buscado camina distinto. No con miedo, sino con confianza. No con prisa, sino con hondura. Como recuerda San Agustín: “Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti”. La inquietud no es un obstáculo, es el motor. El corazón que peregrina se deja tocar, abrir, transformar. Se convierte en tierra fecunda, en fuego que no se apaga, en espera que no desespera.

Una Iglesia que acompaña el paso

En este tiempo, también la Iglesia se descubre peregrina. Camina con la humanidad, acompaña sus búsquedas, acoge sus regresos. No marca distancias, acorta caminos. No mide méritos, abraza historias. La comunidad cristiana, cuando vive desde el Evangelio, se convierte en albergue para los cansados, en fuente para los sedientos, en mesa para los que regresan.

El hijo mayor de la parábola no comprende esta lógica del amor. Reclama, calcula, compara. El padre, en cambio, recuerda la razón de la fiesta: “Era necesario celebrar y alegrarse, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida” (Lc 15, 32). Esa es la vocación más honda de la Iglesia: hacer fiesta por cada regreso, ensanchar la casa, abrir el corazón.

Esta semana, el Evangelio nos invita a ser peregrinos. A ponernos en camino. A caminar ligeros, con lo justo, con lo verdadero. A avanzar con la certeza de que el amor espera. A reconocer que cada paso, aunque incierto, lleva consigo una promesa. Que cada peregrino guarda en su interior la nostalgia de un abrazo. Y que al final del camino, ese abrazo está siempre encendido.

 

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