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Cuarto domingo de Cuaresma. Evangelio Lc.15,1-32
En esta parábola del hijo pródigo podemos destacar a los tres personajes principales: El hijo pródigo, el hijo mayor y el Padre. El día después del regreso del hijo pródigo, cada uno contaría la historia según su vivencia.
El hijo pródigo diría: Al llegar me sorprendí del abrazo de mi Padre, me di cuenta de que me estaba esperando cada día, eso me conmovió. Todos los ensayos que había hecho para pedir perdón, no tuve que utilizarlos, ya en ese momento del abrazo y los besos de mi padre quedé en silencio, simplemente recibiendo amor y recordando cuánto había perdido por irme de casa deslumbrado por las cosas de este mundo. Más fue mi sorpresa cuando trajo la túnica nueva, el anillo, las sandalias y convocó una fiesta. ¡No me lo podía creer!, dentro de mí decía: Mi padre siempre fue así, Misericordioso.
El hijo mayor diría: ¡No me lo puedo creer!, aquí premian a los que se portan mal. Desconozco a mi hermano, y mi Padre no reconoce todo mi esfuerzo de portarme bien. En el fondo también hubiera querido irme como mi hermano, pero le he estado aguantando a mi Padre y encima no me lo toma en cuenta. No me ha gustado nada este despilfarro con un pecador como “ese hijo suyo”, no entraré a la fiesta.
El Padre diría: Ayer fue el día más grande de mi vida, mi hijo ha vuelto. Que bella estuvo la fiesta, delicioso el ternero cebado, la música estupenda, en fin, mi hijo merecía esa alegría y mi corazón no podía hacer otra cosa que ser misericordioso.
Desde la fe: Confiemos en su misericordia.
Desde el amor: Amemos como Dios ama.
Desde la Esperanza: Aumentemos cada día nuestra mirada misericordiosa.
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