Para la próxima edición del Domingo de la Palabra de Dios, que se celebrará en la Basílica de San Pedro con la presencia del Papa Francisco el domingo 21 de enero de 2024, el lema escogido está tomado del Evangelio según san Juan: «Permaneced en mi Palabra» (cf. Jn 8, 31)

Reflexión

Las primeras sociedades se transmitían sus conocimientos contándose historias unos a otros. Esas historias eran el equivalente a los medios de comunicación y las escuelas de hoy en día. Puede parecer tarea sencilla, pero exigía una gran responsabilidad por ambas partes: por un lado, la responsabilidad de contar las historias de forma veraz y honesta, siendo fieles al relato original, sin dejarse vencer por la tentación de adaptarlo a nuestros intereses ni caer en la pereza de comunicarse con los demás. Por otra parte, estaba la responsabilidad de escuchar activamente las historias que otros nos cuentan; de querer oírlas y asimilar las implicaciones que puedan tener para con nuestra vida.

En ese contexto, la palabra entre los hombres era algo valioso. Mentir no entraba en la mente de las personas de bien. Dar testimonio de algo se avalaba con la honestidad y rectitud del narrador. Tal era así hasta el punto de que decir “te doy mi palabra” fue una de las formas más primitivas de contrato entre personas.

Sin embargo, la realidad que vivimos actualmente es bien distinta. Recibimos a cada minuto “demasiadas palabras”. Vivimos en un mundo con exceso de información; demasiados mensajes, llegando simultáneamente a todas horas desde infinidad de canales. Los medios de comunicación hablan a todas horas, tanto y tantos que ya no sabemos ni diferenciar un discurso de otro. Los políticos y gobernantes hablan continuamente y, conforme hablan, olvidan sus palabras. Entre tantas palabras, se hace difícil saber dónde está la verdad y dónde no. Todo parece importante, urgente, inmediato. Tanto es así que es difícil saber dónde escuchar y, más aún, qué no oír para no confundirnos.

Nosotros no nos quedamos atrás; se nos ha contagiado la necesidad de decir muchas más cosas de las que pensamos. A veces, somos pocos reflexivos y demasiado impulsivos en un mundo que ofrece tantos altavoces para expresarnos que la tentación de hacernos oír supera a la de saber qué decir. Un grupo musical español, El Último de la Fila, dijo una vez: “si lo que vas a decir no es más bello que el silencio, no lo vayas a decir”. No sería mal consejo hoy en día.

Y así, vivimos en un maremágnum en el que no sabemos (qué) escuchar ni pensamos dos veces qué decir. De este modo, la palabra cada vez vale menos. Se ha vuelto más vacua, efímera, barata y prescindible de lo que nunca fue. Parafraseando al filósofo checo Milan Kundera, cabría pensar que la mayoría de las palabras que nos rodean son insoportablemente leves. En este caos, en el que cuesta tanto encontrar un punto de apoyo desde el que articular nuestra realidad, tiene valor que nunca el reconfortante peso de “la Palabra que nunca caduca”: la Palabra de Dios.

Y la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros” (Juan 1, 14)

En 2019, durante el 16º aniversario de la muerte de San Jerónimo, fiel amante de la Palabra de Dios y autor de la célebre traducción Vulgata de la Biblia, el Papa Francisco instituyó en la Carta apostólica Aperuit illis, el tercer domingo del tiempo ordinario a la celebración, reflexión y divulgación de la Palabra de Dios.

El Verbum (o Logos o Palabra) se suele traducir en tratados teológicos como «Verbo«. Como dice el evangelista, el Verbo Divino «se hizo carne y habitó entre nosotros» (Juan 1:14). Es decir, el Hijo de Dios, la segunda persona de la Santísima Trinidad, es el Verbo, la Palabra Eterna de Dios entre nosotros. No puede haber, entonces, tiempos más adecuados para celebrar la Palabra de Dios con nosotros que estos que ha escogido el Santo Padre. Ante los interrogantes que nos plantea cada día nuestra vida personal y eclesial, estamos invitados a buscar la respuesta en la Palabra de Dios, que es «la luz que resuelve sus dudas, que afianza sus convicciones, que responde a sus preguntas y que refuerza sus inquietudes».

Cuando rezamos la oración que Cristo nos enseñó, pedimos a Dios Padre que nunca nos falte el pan nuestro de cada día. Al hacerlo, debemos ser conscientes que pedimos tanto por el alimento material, necesario para nutrir nuestro cuerpo, como por el otro pan, el Pan de Vida, que alimenta nuestro alma y nos da fuerzas para seguir avanzando cada día en el camino de Santidad. Ese Pan de Vida es la Palabra de Dios.

La palabra de Dios es el alimento de vida necesario para el caminar juntos como pueblo de Dios. Es fuente de ilusión, esperanza y guía para seguir por el sendero de Dios y hacer presente su reino. Por ello, este Domingo de la Palabra nos invita redescubrir la Sagrada Escritura y a dejarla crecer en nuestro corazón junto a Aquel que no cesa de darnos su Palabra y compartir su pan en la comunidad de los creyentes. Es una ocasión para afianzar en la vida personal, comunitaria y pastoral el valor de la Palabra de Dios.

La inquietud por leerla, meditarla y convertirla en comunidad os recuerda que La Palabra es un diálogo constante de Dios con su pueblo, que nos enriquece y nos enseña a dar testimonio de su tesoro. No en vano, un lugar privilegiado del encuentro entre la comunidad cristiana y la Palabra de Dios es la celebración eucarística.

Cuando Jesús abandona su vida privada, lo impulsa el anuncio de la Palabra de Dios, que debe ser llevada a todos. El Señor invita a la conversión y llama a los primeros discípulos para que transmitan también a los demás la luz de la Palabra. Este dinamismo nos ayuda a vivir el Domingo de la Palabra de Dios: la Palabra es para todos, la Palabra llama a la conversión, la Palabra hace anunciadores.

La Palabra de Dios es para todos. El Evangelio nos presenta a Jesús siempre en camino a los demás. Lo vemos como peregrino mensajero que anuncia la buena nueva del amor de Dios y ayuda a que otros también puedan ver la luz. La Palabra de Dios está destinada a todos. Y si la salvación está destinada a todos, el anuncio de la Palabra también es para toda la comunidad. Debemos predicar la salvación para todos y allanar el camino para recibirla. Somos llamados a llevar el anuncio del Reino y cuidar la Palabra. Aprendamos de Jesús a poner la Palabra en el centro, a ensanchar nuestras fronteras, a abrirnos a las personas, a generar experiencias de encuentro con el Señor.

La Palabra de Dios nos llama a la conversión. Jesús nos dice: «Convertíos, porque el Reino de los Cielos está cerca» (Mt 4,17). La Palabra de Dios nos sacude, nos inquieta, nos apremia a la conversión. Cuando entra en nosotros, transforma nuestro corazón y nuestra mente; nos lleva a orientar nuestra vida hacia el Señor. Dios se ha hecho cercano a ti, así que toma conciencia de su presencia, hazle lugar a su Palabra y cambiarás la perspectiva de tu vida: pon tu vida bajo la Palabra de Dios. Este es el camino que nos muestra la Iglesia; todos estamos bajo la autoridad de la Palabra de Dios, y no bajo los gustos, tendencias y preferencias del mundo terrenal.

La Palabra de Dios nos convierte en anunciadores. Jesús nos invita con su Palabra a ser «pescadores de hombres» (Mt 4,19), a salir al encuentro de nuestros hermanos y proclamar la alegría del Evangelio. Este es el dinamismo de la Palabra: nos convierte en apóstoles que sienten el deseo irreprimible de proclamar la Palabra de Dios. Sintámonos llamados por Jesús a anunciar su Palabra, a testimoniarla en las situaciones de cada día, a vivirla en justicia y caridad, a llevar el consuelo que nos transmite a quienes se sienten oprimidos y desanimados, con el anuncio impetuoso de Dios que transforma la vida con la alegría de saber que Él es Padre y se dirige a cada uno de nosotros a través del don magnífico que es su Palabra.

La Conferencia Episcopal Española se une cada año a la celebración de este Día y anima a su celebración con la publicación de los materiales que elabora el área de Pastoral bíblica de la Comisión para la Evangelización, Catequesis y Catecumenado. Os lo compartimos: