En este jueves de la séptima semana de Pascua, nos sumergimos en la gracia del don de piedad. Este don, regalo de Dios, nos permite sentir el amor filial hacia Dios y la comunión fraterna con nuestros hermanos en la fe. No es un sentimiento pasajero, sino una transformación interior que nos llena de reverencia y amor hacia Dios y hacia los demás.

Cuando abrazamos este don, nuestros corazones se colman de gratitud por el amor incondicional de nuestro Padre celestial. Nos invita a acercarnos a Él con humildad y confianza, reconociendo nuestra dependencia de su misericordia. Nos capacita para vivir en comunión con la familia de Dios, extendiendo nuestras manos en solidaridad hacia aquellos que sufren o necesitan apoyo.

Vivir el don de piedad implica cultivar una vida de oración profunda y una relación íntima con Dios, donde cada momento se convierte en una oportunidad para expresar nuestro amor y gratitud hacia Él. Nos ayuda a encontrar consuelo y fortaleza en su presencia en medio de las alegrías y desafíos de la vida, y nos inspira a compartir ese amor con los demás mediante nuestras acciones y palabras.

En medio de las distracciones y preocupaciones del mundo, este don nos ofrece un ancla firme en la fe, recordándonos constantemente nuestra identidad como hijos amados de Dios. Nos guía en el camino de la santidad, animándonos a vivir según los valores del Evangelio y a buscar la voluntad de Dios en todas las cosas.

Que en este día, y en cada día de nuestra vida, sepamos abrir nuestros corazones al don de piedad, permitiendo que transforme nuestras vidas y nos acerque más al corazón de Dios y de nuestros hermanos tal como lo observamos en el testimonio de Jesús:

Es un poco difícil dar mi testimonio sobre el don de piedad, no obstante, en mi vida espiritual, he aprendido que la verdadera piedad no reside en gestos ostentosos, sino en el amor sincero y humilde hacia Dios y hacia nuestros semejantes, o nuestros prójimos (próximos).

Recuerdo las veces que, en medio de la multitud, me retiraba a orar en soledad, buscando la comunión con mi Padre Dios. En esos momentos de intimidad, experimentaba una paz profunda y una comunión indescriptible con el amor divino. Cada palabra de mi oración parecía resonar en el cielo, encontrando eco en el corazón de Dios. En estos momentos de mi vida, me cuesta un poco esto de retirarme a orar en soledad, pero, cuando lo hago, mi vida se transforma, verdaderamente se renueva.

Este don también me ha guiado en mi relación con aquellos que me rodean. Procuro mostrar compasión y ternura, especialmente hacia los más vulnerables y necesitados. He descubierto que la verdadera piedad se manifiesta en el servicio desinteresado y en el amor compasivo hacia el prójimo.

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