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Este tercer domingo de Pascua, llamado desde antiguo «de las apariciones», nos permite explorar cómo los apóstoles viven aún entre el pasado y el futuro, entre lo de antes y lo nuevo, buscando situarse, aprender, continuar. La paciencia y comprensión del Maestro pueden ser dos buenas actitudes para contemplar el proceso de los suyos, convencido pero aún sin asumir del todo la novedad pascual. En Pedro se dibuja muy bien el camino que aquellos discípulos tuvieron que hacer.

El que, en domingos anteriores ha aparecido como testigo (él mismo se atribuye esa cualidad en la primera lectura: «testigo de esto somos nosotros», y con esa cualidad permanecerá hasta su martirio), hoy es convertido por Cristo en Pastor. El evangelio comienza con el relato de la pesca milagrosa, pesca de tonalidad claramente eucarística, pues Jesús da de comer pan y pescado, como en aquella multiplicación de los panes de Jn 6. Él mismo es el pan vivo, ya partido en su entrega pascual, y él mismo es el pez (así se lee su nombre en griego). También, por tanto, este pasaje dirige nuestra mirada hacia el final de los tiempos, cuando Cristo nos haga sentar para darnos de comer Él mismo: la Pascua ha dado comienzo a la Parusía, y la Iglesia, representada por los apóstoles, contempla con expectación la visión del vencedor.

Esa intimidad de la comida pascual da paso a la profesión de amor de Pedro que, consciente ahora de su debilidad tras las negaciones, no puede prometer amar, sino querer. No es obstáculo esto para el Señor, que le advierte, en el momento culminante del diálogo, acerca del momento de plenitud de su existencia, su muerte por el nombre de Cristo, signo del amor que ahora promete. Así, el que ha comenzado el pasaje evangélico ciñéndose la túnica para echarse al agua, concluye el mismo advertido de que, al final, será ceñido y llevado donde no quiera. Para poder hacer así, necesitará un amor mayor que los demás.