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PRESENTACIÓN DEL SEÑOR (Lc 2, 22-40)
La escena de la presentación del Señor en el templo nos invita a contemplar la humildad y la obediencia de María y José, que cumplen con la ley llevando al Niño al templo, reconociendo que todo lo que son y tienen pertenece a Dios.
Este acto, lleno de sencillez, encierra un profundo mensaje espiritual: en Jesús, Dios se entrega al mundo, y nosotros, como ellos, somos llamados a entregarnos a Él, poniendo en sus manos nuestra vida, con sus alegrías y dificultades. En medio de esta escena cotidiana, Simeón y Ana, dos ancianos que han vivido en la espera del cumplimiento de las promesas de Dios, reconocen en aquel Niño al Salvador. Su mirada profunda y llena de fe nos interpela: ¿somos capaces de reconocer la presencia de Dios en lo pequeño y ordinario?
Simeón proclama que Jesús es «luz para alumbrar a las naciones». Esa luz no solo ilumina, sino que también revela y transforma. Pero no siempre es fácil dejar que esa luz penetre en nuestra vida, porque a veces ilumina rincones que preferiríamos mantener en la oscuridad. María, que escucha con atención las palabras de Simeón, acoge incluso aquellas que anuncian el dolor: «una espada atravesará tu alma». Su actitud de apertura y confianza nos enseña a abrazar con fe los misterios de nuestra propia vida, confiando en que, aun en medio de las pruebas, Dios está obrando su plan de salvación.
Desde la fe: Se nos invita a presentar nuestra vida a Dios, como hicieron María y José, confiando en que todo lo que ponemos en sus manos será transformado por su amor.
Desde la esperanza: Simeón y Ana nos muestran que la espera en el Señor nunca es en vano. Dios siempre cumple sus promesas, aunque su tiempo no coincida con el nuestro.
Desde la caridad: Como Jesús es luz para el mundo, también nosotros somos llamados a ser luz para quienes nos rodean. Con gestos concretos de amor y entrega, podemos reflejar la presencia de Dios en la vida de los demás.