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Por medio de la palabra nos comunicamos, nos manifestamos. La palabra es sonido exterior que muestra la verdad interior. Por eso el hombre se define y expresa por la palabra; cuando queremos alabar a un hombre honrado y justo, que hace lo que dice, lo definimos como “hombre de palabra”. Navidad es el misterio de la Palabra encarnada. Al leer el denso y maravilloso prólogo del evangelio de San Juan recordamos y celebramos que la Palabra se hizo carne y vino a nosotros. Y al mismo tiempo constatamos que los hombres no la recibieron, no la conocieron y cerraron sus puertas. En la Navidad primera y en la Navidad de hoy Dios viene a nosotros y quizás nosotros nos resistimos a recibir a Dios. Como los habitantes de Belén es más cómodo no enterarse, no recibir verdaderamente la Palabra, y contentarnos con un “felices pascuas” cantando un villancico, pero no colaborando para que se haga realidad la Navidad. El hombre cada vez domina más la palabra, habla más lenguas, escribe más libros, redacta más informes y artículos; y a la vez miente más con la palabra. Dios, en cambio, muestra su Palabra total y definitiva en Cristo, se nos hace más cercano con su Palabra encarnada y nos revela que en la palabra “amor” se condensa toda la ley los profetas. No creemos en un Dios mudo, sino en un Dios que ha hablado, que ha enviado al mundo su Palabra de salvación por eso lo proclamamos en la Plegaria eucarística segunda de este modo:

“Por él, que es tu Palabra, hiciste todas las cosas;
tú nos lo enviaste para que,
hecho hombre por obra del Espíritu Santo
y nacido de María, la Virgen;
fuera nuestro Salvador y Redentor.
Él, en cumplimiento de tu voluntad,
para destruir la muerte y manifestar la resurrección
extendió sus brazos en la cruz,
y así adquirió para ti un pueblo santo”.