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La liturgia de este domingo está dominada por el tema del amor y de la misericordia. Y la lectura del Evangelio arranca con dos versículos, que recogen proverbios sacados del rico repertorio popular, tan cargado de sabiduría y experiencia.

La primera norma sabia de conducta es la siguiente “¿Acaso puede un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán los dos en el hoyo?”. El hombre para ser guía de otro debe ver, debe tener dentro de sí luz, no puede estar ciego ni pronunciar palabras que conducen a la ceguera, a la incomprensión, a la ruina de la vida del otro. El segundo proverbio evangélico tiene una orientación más teológica y sobrenatural. “Un discípulo no es más que su maestro; si bien, cuando termina su aprendizaje, será como su maestro”. Obviamente, el Maestro a que Jesús alude es a él mismo, que es sincero, humilde y justo, y que no ha venido a ser servido, sino a servir. De sus labios sólo salen palabras que son espíritu y vida. La enseñanza se reduce y concreta en dos palabras: amor y perdón. Pero son otros muchos los puntos de reflexión que se desprenden del Evangelio de este domingo. Las palabras que pronunciamos son nuestra expresión primordial, explican nuestro obrar, manifiestan nuestro interior. Tenemos que luchar contra la hipocresía y recuperar la sinceridad del corazón. La corrección fraterna es posible sólo después de una larga pedagogía. “No juzguéis y no seréis juzgados” es una norma ética propuesta por Jesús y una invitación al respeto de los demás para nunca ser juez del prójimo. La ayuda a quitar la mota del ojo de nuestro hermano debe ofrecerse solamente después de que nuestro ojo ha quedado limpísimo. La liturgia de este domingo es una continua invitación a transformar nuestro corazón en un árbol que dé frutos sanos y buenos. Nos conocerán por nuestras buenas obras, por la bondad que atesora nuestro corazón.