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El profeta Isaías ha dejado para la historia una de las piezas literarias más sublimes del Antiguo Testamento: “el canto a la viña”. Israel cantaba este canto. La viña era signo de la tierra rica y prometida. En tiempos de Jesús, los sumos sacerdotes y los ancianos del pueblo comprendían perfectamente el significado de la imagen de la viña, porque formaba parte de su patrimonio espiritual. El viñador cultiva y cuida la viña, la protege y defiende, porque pertenece a su vida. Hoy como ayer, el dueño de la viña quiere recibir sus frutos. La Iglesia es la viña que Dios plantó y regó con la sangre de su Hijo. ¿Qué frutos ofrecemos a su Dueño? El cristiano es una cepa en la viña y debe fructificar para el Señor; la viña no puede ser pisoteada o destruida, sino cuidada y amada. No puede dar agrazones. Todos los bautizados somos trabajadores y nos comprometemos a cuidar la viña, la Iglesia, para que fructifique y sus frutos sean buenos. La viña es técnica y milagro, misterio y naturaleza, quehacer y espera, don y tarea, como la alianza misma entre Dios y su pueblo.