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La imagen del buen pastor es típicamente pascual. El Señor ha resucitado para que los suyos tengan vida eterna. La vida eterna no es algo que uno encuentra súbitamente mientras pasea a lo suyo por la calle, sino que consiste en un proceso por el que el creyente acepta no ser arrebatado de la mano del Señor por nada, en ningún momento, en ninguna circunstancia. Eso no se hace bien de golpe, se empieza en el bautismo y dura toda esta vida.

Aquel que, por el agua y el Espíritu, ha sido hecho parte del rebaño de Cristo, y que desde muy pronto ha comenzado a experimentar la dureza de la vida cristiana, la exigencia de no dejarse llevar por otras voces sino únicamente por la voz de Cristo, tiene que guardar como un tesoro en su corazón, pero a la vez como una verdad a la que recurrir constantemente, estas palabras que salen de la boca de Cristo.

Solamente aprendiendo de la docilidad del cordero iremos en pos del buen pastor que nos guía.

Una guía que tiene una meta: la vida eterna. La Pascua de Cristo, bien lo sabemos, nos ha obtenido la vida eterna. Ese es el fruto más valioso. Por eso, la voz de Cristo debe resonar nítida en nuestro corazón cada día, porque junto al consuelo de la promesa se encuentra la responsabilidad de saber que no se trata de un don automático, sino que Dios cuenta con nosotros y nuestra colaboración. A nosotros nos corresponde, dice el evangelio, escuchar y seguir. La vida del cristiano es una lucha por escuchar a Cristo, más que a uno mismo, y por seguir la voz y el ejemplo de este Pastor, no de buscarnos a nosotros mismos y nuestras «sabias» palabras.

También Pablo y Bernabé, en la primera lectura, hacen oír la voz del buen pastor, pues en sus palabras puede encontrarse esa misma vida eterna: «Teníamos que anunciaros primero a vosotros la Palabra de Dios; pero como la rechazáis y no os consideráis dignos de la vida eterna, sabed que nos dedicamos a los gentiles». La salvación es ofrecida a toda la humanidad.