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El Adviento es el tiempo mariano por excelencia, porque nadie, como la Virgen, ha estado en la cima de la expectación del Redentor. La Virgen del Adviento no es la dolorosa del Calvario ni la asumpta a los cielos; es la santa Virgen, plena de juventud y limpia hermosura. No se puede celebrar el Adviento sin hablar de María, sin hacer un esfuerzo por imitar sus sentimientos en la concepción y en el parto de Cristo, sin presentarla como la persona que corona el misterio de la Iglesia. La fiesta de la Virgen durante el Adviento es la Inmaculada Concepción, fiesta de la pureza de María.

La encarnación del Hijo de Dios en las entrañas de la Virgen Santísima fue el advenimiento del día del Señor, que llega hasta nosotros, pero precedido de una mujer: su Madre. Ella es la aurora rutilante que anuncia un nuevo amanecer. Lo afirma la Santa Escritura”. ¿Quién es esta que se levanta rutilante como la aurora, bella como la luna, elegida como el sol, majestuosa como un ejército en orden de batalla?”. La Virgen es bella como la luz, limpia como la nieve recién caída. Es el amanecer de un nuevo día, el de Cristo.

En la Bula de la declaración dogmática de la Inmaculada Concepción dice Pío IX que la Virgen “sobre todos los ángeles y santos poseyó una plenitud de inocencia y santidad tal que, después de Dios, no puede concebirse mayor”. Para hablar de la “Purísima” es contundente la afirmación de San Jerónimo: “Se la llama Inmaculada porque no sufrió corrupción alguna; y considerada atentamente, se ve que no existe virtud, ni candor, ni gloria, que en ella no resplandezca”.

La virginidad absoluta e inviolada de María brilla sin temblores de concupiscencia y transparente como aguas de puro cristal. Aunque es verdad que la fiesta de la Inmaculada tiene poco más de un siglo, sin embargo siempre el culto a María ha estado particularmente unido al Adviento. Cuando aguardamos la venida del Redentor que va a sacarnos de nuestra miseria, levantamos los ojos hacia su Madre, y nos llenamos de gozo cuando recordamos los privilegios de la Madre de Dios, las grandezas de la teología mariana. María es la predestinada, la escogida, la inmaculada, la eternamente presente en los decretos divinos y creada en la santidad y la justicia, la llena de gracia y bendita entre todas las mujeres. Lo que en los hombres es un sueño vago, en María es una maravillosa realidad: pureza infinita.