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La liturgia de este domingo décimo del tiempo ordinario nos propone como primera lectura el relato de la primera tentación del paraíso, narrada en el capítulo tercero del Génesis. El hombre se siente desnudo en la presencia de Dios, que le pregunta si ha comido del árbol prohibido. Adán echa la culpa a Eva, su mujer. Dios dice a Eva por qué ha incitado a su marido y ella echa la culpa a la serpiente.

La sinceridad es una asignatura pendiente en la vida de muchos cristianos, porque el recurso fácil de autodefensa es culpar al otro. Nosotros siempre somos los buenos, los sufridos, las víctimas de todo y de todos. Son los demás los malos, los que incitan, los que hacen caer, los que no nos dejan vivir en la plenitud de los bautizados, los que desgarran nuestra alegría. La eterna canción de hoy y de siempre son los demás. Existe también el peligro de querer arreglar las cosas que van mal siendo exigentes con los que tienen responsabilidad, con los que nos mandan. En la Iglesia queremos que se conviertan los curas y los obispos y nosotros no vemos la urgencia de la propia conversión. Pedimos que el Papa se comprometa más y hable más claro y nosotros estamos mudos y con las manos atadas. Pienso que en la hora actual de la Iglesia no es todo responsabilidad de los de arriba, sino compromiso de los de abajo.

Sabemos -y el evangelio de este domingo nos lo recuerda- que la vida es una continua lucha contra el mal, llámese serpiente, Satanás o Belzebú. Nuestra lucha contra el espíritu del mal es el gran reto de los que creen en Dios Salvador. Es preciso llenarse de la fuerza de Cristo para poder triunfar sobre el espíritu que nos tira por tierra y nos impide andar en verdad.