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Normalmente en la vida todo tiene un punto de contraste: se valora la luz cuando hemos vivido en tinieblas; no se puede hablar de calor si antes no hemos pasado frío; sabemos lo que es el descanso si hemos trabajado. Tenemos conciencia de que estamos en la ribera de “acá” cuando tenemos el contrapunto de la de “allá”. Por eso es oportuno el recuerdo evangélico de hoy: “vamos a la otra orilla”, nos dice Jesús a todos. Es necesario ir a la otra orilla, porque siempre nos quedamos en la de “acá”, en nuestra propia ribera, en nuestra singular situación. Aunque sintamos miedo por la travesía del mar de la vida, tenemos que ir “allá”. Es el bendito riesgo de la travesía de la fe. Pienso que ser cristiano es ir a la otra orilla, pasar enfrente de nuestra situación cómoda, anclar nuestra barca en el polo opuesto de donde estamos. Porque vivimos en egoísmo, en intransigencia, en una afectividad falsa, en unas esperas sin horizontes. Es necesario pasar a esa paz, a esa caridad, a esa alegría, a esa entrega y comprensión que tenemos enfrente. Quedarse acá es pecar. Ir a la otra orilla es alcanzar la plenitud de la gracia. Y es imprescindible soltar amarras, navegar, surcar aguas movedizas. Abandonar tierra firme y embarcarse en la travesía es saber vivir en medio de la inestabilidad constante, no estar seguro y balancearse, correr el riesgo no solo del mareo sino de ahogarnos.

Pero Cristo va en nuestra barca, aparentemente dormido sobre un almohadón, mientras nosotros luchamos contra los vientos y las olas, que nos producen miedo y nos calan hasta dentro. Es duro luchar por mantenerse en pie, es difícil encontrar asideros para agarrarse y no caer al agua que pone fin a la vida. Cristo duerme en aparente despreocupación de las actividades, vaivenes y quehaceres humanos. Si de lo profundo de nuestro corazón se escapa este grito: “¿no te importa que nos hundamos?”, manifestamos que no podemos luchar solos, que nos vamos al fondo, que ya casi no tenemos esperanza. Entonces descubrimos desde la fe confiada que Cristo es Dios. Dejamos de ser cobardes. Y desaparece todo ruido y miedo. Y hay calma y bonanza en nuestra vida. Y volvemos a surcar aguas de tranquilidad viendo la otra orilla.