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El amor cristiano no es la sola unión de los esposos, ni el ardor de los amantes, ni el acuerdo de los amigos, ni la predilección de los prójimos, sino el amor total que llega incluso a poder amar a los enemigos. Es un amor que no se queda en la dulce y confortable efusión del corazón, ni se reduce a un intercambio de beneficios, sino que se convierte en don y abandono total, rompiendo las coordenadas lógicas de los comportamientos humanos. El amor cristiano no es un simple afecto, porque si lo fuera no podría ser objeto de un mandamiento, ya que no se puede tener afecto verdadero por obediencia. El amor que es objeto del mayor mandamiento de la ley nueva no pertenece al mero reino de la sensibilidad, sino al de la voluntad. No es simple sentimiento, sino virtud. El odio siempre empequeñece, porque aísla, reduce y endurece los límites; mientras que el amor engrandece y abre horizontes. El límite del amor cristiano no es el “yo”, sino “los demás”, no son sólo los amigos, sino incluso los enemigos. No es una resta, sino una multiplicación. Es un amor infinito, que no se queda en las consideraciones de la justicia. Porque la justicia devuelve ojo por ojo y diente por diente y mal por mal, a fin de obtener un equilibrio e impedir que el desorden lo arrolle todo; mientras que el amor perfecto que nos pide Cristo paga el bien con el bien y el mal con el bien. Es fácil amar a los prójimos y tener compasión con los que pasan hambre y estar abierto al desconocido que pasa a nuestro lado o vive lejos, pero que nos va a importunar solamente un momento.