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La historia de la humanidad se podría definir como una búsqueda incesante del amor, llena de logros muy significativos y también de fracasos profundos. El amor es lo que domina la vida del hombre en la tierra.

Amar no es sentir simple afecto por otra persona. Amar no es sentirse emocionado por otro, desear a otro, buscar a otro. Amar no es un sentimiento, es una entrega, es un acto de voluntad, es una decisión consciente. Por eso, a veces, en nuestro lenguaje religioso no hemos entendido bien a Dios porque lo poníamos en el plano del sentimiento, en el plano del afecto, en el plano de lo sensible. Si fuese así el amor, no podría ser objeto de un mandamiento. El amor es una virtud, es un logro, es una conquista diaria. Si los cristianos fracasamos, si en nuestra vida familiar nos falta amor, es quizá porque lo hemos cifrado en una realidad conseguida, y no en una meta. De verdad que el amor, en este mundo, es en cierto modo inalcanzable, siempre está más allá de nuestra frontera, siempre está abierto a una mayor profundidad y a una mayor vivencia. ¿Hay alguien que se sienta satisfecho y que diga: “Yo amo”? Se conforma con un amor pequeño. Lo que había que decir es: “yo quiero amar, estoy dispuesto a avanzar en el camino del amor”. El amor es un camino que parte de nosotros y debe desembocar necesariamente en el otro. Tenemos miedo a amar, creemos que es malo amar. Estamos todo el día sentenciando y juzgando situaciones de amor. Nosotros, los más impotentes para amar, para perdonar y para dialogar, juzgamos y nos erigimos en árbitros del amor. Nos metemos en profundidades, quizá sin la limpieza necesaria para hablar del amor. Primero amemos. Si amamos no condenaremos, no juzgaremos, comprenderemos todo, no reclamaremos nada. Creemos que amar es signo de debilidad, cuando amar de verdad es signo de la total fortaleza. Hacemos leyes para no querer al otro, para no comprender al otro. El amor, sobre todo -como nos dice Cristo en el Evangelio- se hace fortaleza total y alcanza su plenitud, en el momento en que llegamos a amar, incluso a nuestros enemigos, incluso a los que nos hacen mal, a los que abusan de nosotros, a los que nos pegan en el rostro o en el espíritu, a los que nos dejan sin nada.