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No está al alcance de cualquiera convertir la tristeza en alegría verdadera. La pandemia nos ha sumido, de alguna forma, en un ejemplo de tristeza larga. Una tristeza larga, de esas que parece que nunca se van a ir, y hace falta quien nos impulse a una alegría duradera, perseverante, de esas capaces de afrontar lo que venga con la confianza rebosante.

El pueblo de Israel tuvo que abandonar la tierra que Dios le había dado y lo hizo llorando. El tiempo de los grandes reyes había pasado, y sólo les quedaban los profetas para advertirles de su infidelidad y su destino. La tristeza se apoderó de todos cuando vieron lo que habían perdido, cuando cayeron en la cuenta de cómo ellos mismos habían sido los que, aunque amonestados durante años, y años, perdían todo aquello que durante tanto tiempo fue su principal motivo de orgullo. Después de cincuenta años en el destierro volvieron a la Tierra prometida, felices porque Dios no los había abandonado a pesar de tanto tiempo de tristeza y nostalgia. Los que al ir, iban llorando, volvían cantando. La tristeza, que tanto les duró, daba paso a una luz nueva, a una alegría mayor, no sólo por lo recuperado, sino también porque se daban cuenta de que Dios no los había abandonado en ese tiempo.

Así las cosas, Cristo se presenta hoy como el que ofrece el consuelo oportuno a los heridos: las heridas son algo normal en el camino de la fe. Son algo habitual en quien trata de seguir al Señor pero no siempre acierta. Lo importante en estos casos es saber poner las heridas ante el Señor, como hace el ciego del evangelio: se las confía a Él para que Él sea el que las cure, el que las convierta en huella del paso del Señor, en signo de su cercanía a pesar de la aparente desgracia. Vivimos entre ruidos, algunos fuera de la Iglesia, otros, dentro de ella, que nos presentan la tentación de desistir, que hacen que ante la decepción pensemos en abandonar la llamada al Señor, la fe en Él, pero en esas circunstancias se hace mucho más necesaria la gracia del Señor, su fuerza para poder seguirle. Al Señor no le molesta que se le pida la fe, que se le pida ver, como pide el ciego Bartimeo, al contrario, está esperando que lo hagamos, y Él nos curará física y espiritualmente. La celebración de la Iglesia es lugar para acoger la oferta del consuelo, para que nuestra tristeza se transforme en alegría. Ciertamente, la alegría que ofrece no es algo puramente externo; no está escrito en ningún sitio que el desánimo y la tristeza se vayan en misa, pero sí que es cierto que si aprendemos a mirar en ella, descubriremos la presencia del Señor que nos acompaña, que nos anima a levantarnos con fe, para seguir adelante.