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Vivir es ascender, subir, dejar niveles bajos, superar situaciones inferiores, acumular experiencias, descubrir nuevos horizontes desde la altura. Por eso la vida es una ascensión continua con sus riesgos, cansancios y compensaciones, que da transcendencia al plano real. La vida es una suma de etapas (años) y una conquista de metas diarias, que posibilita el señalar nuevos objetivos. El fracaso de muchas vidas humanas está en contentarse en vivir abajo sin esfuerzo y tener miedo a la altura. Dos lecturas de la misa de este segundo domingo de Cuaresma hablan de subir al monte, de ascender a la cima para vivir una experiencia religiosa o ver la gloria de Dios.

Abrahán fue a un monte del país de Moria para sacrificar a su hijo Isaac. Cristo subió a una montaña alta con sus discípulos para transfigurarse ante ellos. ¿Qué tiene de sagrado la altura? ¿Por qué hay que subir? En la historia de las religiones los lugares altos se consideraban más próximos a la divinidad y eran espacios propicios para el sacrificio ritual y el encuentro con Dios. Los principales templos estaban en las cimas de las rocas o de las montañas. Y este sentido sagrado de la altura perdura y se percibe incluso en muchas iglesias, santuarios y ermitas cristianas, edificadas en los altozanos y colinas de nuestra geografía.

Abrahán sube al monte por imperativo del amor de Dios, que le promete una descendencia numerosa a la vez que le pide el sacrificio de su hijo. Abrahán es tentado en la altura y desde la fe vive una experiencia desconcertante, que acaba en bendición generosa por su fidelidad sincera. Del mismo modo que Abrahán, el cristiano en muchos niveles altos de la vida tiene que estar dispuesto a sacrificar el “Isaac” que lleva dentro, es decir, lo más vinculado a su experiencia personal, lo que más se quiere. El riesgo de la ascensión de la fe es el fiarse totalmente de las exigencias de la Palabra de Dios, frente a la evidencia de lo inmediato. Cristo asciende al monte Tabor para transfigurarse delante de sus discípulos, revestirse de luz y revelarse como Hijo amado de Dios. Toda la vida de Jesús fue una subida hasta Jerusalén, que culminó en la ascensión dolorosa al calvario para morir crucificado. Al resucitar de entre los muertos posibilitó nuestra resurrección al final de la etapa terrena, después de tantas bajadas y subidas, caídas y puestas en pie, en la llanura de muchos quebrantos y desconciertos o en la altura que permite ver cercana la gloria de Dios.