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El clima navideño es familiar, aglutina a todas las generaciones en torno a la mesa común, convoca a los lejanos. En este clima social se celebra la fiesta litúrgica de la Sagrada Familia. Viene bien esta celebración porque pone de relieve los valores permanentes de lo que es unidad básica de la sociedad humana y centro fundamental de la vida afectiva y moral del individuo.

En la historia y cultura de los pueblos la familia aparece íntimamente relacionada con la religión ya desde los mismos ritos de su institución familiar. En la valoración católica el sacramento del matrimonio es el acto fundacional de la familia, que tiene un valor totalmente religioso y divino. Tradicionalmente al padre se le asigna la autoridad, a la madre la afectividad y al hijo el respeto. Pero incluso estos valores han entrado en crisis; se está perdiendo el espíritu familiar.

El texto bimilenario de Ben Sirá, autor del Eclesiástico, que se lee en este domingo, recuerda virtudes que favorecen la vida familiar: el respeto a los mayores, la obediencia, la honra al padre y a la madre, la piedad y comprensión. Son aspectos fundamentales para la convivencia, que se completan con las virtudes que pide San Pablo: la misericordia entrañable, la bondad, la humildad, la dulzura, la comprensión, el perdón. El amor resume y expresa sus vínculos de unidad en la casa paterna. En la Iglesia oímos muchas veces que todos formamos una familia de hermanos, a pesar de los diferentes niveles económicos y culturales, porque todos somos iguales ante Dios por la fe y todos rezamos con sentido el mismo Padre nuestro. Lanzarse a alcanzar niveles mejores de relación familiar para mejorar la calidad de nuestro amor cristiano, sería un positivo fruto de esta fiesta de la Sagrada Familia.