Una mirada que restaura

La escena habla por sí sola: una mujer es llevada al centro, expuesta, juzgada, utilizada como argumento. Muchos la miran, pero no todos ven. Jesús, en cambio, no responde con dureza, no entra en su juego. Se inclina, escribe en el suelo, guarda silencio. Su gesto no acusa, crea un espacio nuevo. “El que esté libre de pecado, que tire la primera piedra” (Jn 8, 7). Y uno a uno, todos se van.

Esa mujer, sola frente a Jesús, descubre una mirada distinta. Una que no destruye, que no clasifica, que no encierra. Una mirada que levanta. “Mujer, ¿dónde están tus acusadores?” (Jn 8, 10). Quien ha sido visto así ya no es el mismo. El corazón que ha sido tocado por la misericordia aprende a vivir de otro modo. La esperanza brota cuando el amor se hace carne en un gesto, en una palabra, en una presencia.

La semilla que crece en lo oculto

Sembrar esperanza es apostar por lo que aún no se ve. Es poner una semilla en tierra y creer que algo nacerá. En nuestra sociedad, que tantas veces reclama resultados, quien siembra esperanza confía en lo invisible, cuida lo frágil, acompaña sin invadir. “Los que siembran entre lágrimas cosechan entre cantares” (Sal 126, 5).

La Cuaresma nos invita a esta siembra humilde y fecunda. No hay terrenos estériles cuando el corazón se entrega. Cada gesto cuenta, cada palabra cura, cada silencio habitado se convierte en espacio sagrado. Dios actúa en lo escondido. La esperanza no siempre grita, pero nunca se apaga. A veces basta una presencia fiel, una escucha sin prisa, una mano tendida.

San Francisco de Sales decía: “Una palabra amable tiene poder para derretir corazones de hielo”. El que ha sido amado aprende a mirar con compasión. Y el que ha sido perdonado lleva dentro una ternura que sana. Desde ahí, todo puede florecer.

Una Iglesia que cultiva vida

El Evangelio no llama a condenar, llama a curar. La Iglesia, como cuerpo vivo del Resucitado, está llamada a ser tierra buena, donde cada persona pueda enraizarse, crecer, dar fruto. El juicio paraliza, la misericordia transforma.

Sembrar esperanza es elegir, cada día, la lógica del Evangelio. Es vivir sin levantar muros, sin buscar culpables, sin atrincherarse. Es abrir caminos, acompañar procesos, confiar en lo que Dios está obrando en el corazón del otro. “No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores” (Mt 9, 13). Ahí está la belleza de nuestra misión: ser reflejo de una ternura que no excluye, que no etiqueta, que no aparta.

Esta semana, la Palabra nos empuja a convertirnos en signo. A sembrar esperanza donde otros solo ven ruinas. A mirar con fe donde todo parece perdido. A caminar con suavidad por las heridas del mundo. Que cada uno de nuestros gestos anuncie que la misericordia siempre tiene la última palabra. Que el paso de Dios, a través nuestro, deje huellas de esperanza en cada corazón que toca.