Hay momentos en los que el alma necesita una pausa, para reencontrarse. Eso ha sido el Retiro de Cuaresma que nos ha ofrecido el P. Luis el 29 de marzo: un espacio donde el tiempo se detuvo y el corazón, por fin, pudo respirar hondo. Nos citamos con Jesús en el camino de Emaús, y allí, entre palabras y silencios, nos dejó una huella que no se borra.
Fuimos muchos los que acudimos con la mochila cargada de dudas, cansancios, esperas y pérdidas. Cada uno llegaba con su propio trozo de noche. Y, sin embargo, algo comenzó a suceder. Al principio no sabíamos ponerle nombre, pero nuestros pasos se volvieron más ligeros, nuestras conversaciones más sinceras, y nuestros corazones, sin saber cómo, empezaban a arder. Porque cuando uno se detiene, se acalla por dentro y escucha con el alma… entonces llega Él.
El P. Luis nos habló al corazón. No con teorías, sino con verdad. De esa que remueve, sana y transforma. Nos ayudó a mirar hacia dentro, a reconocer nuestras huidas, nuestras decepciones, nuestras historias mal cerradas… y allí, en lo más hondo, apareció la misericordia. Como una presencia real, cercana, entrañable. Jesús se nos acercó como peregrino y, paso a paso, palabra a palabra, fue abriéndose camino hasta quedarse.
“Quédate con nosotros”, le dijimos. Porque atardecía en muchas de nuestras almas. Porque cuando Él está, hasta la noche tiene luz. Porque su compañía no se impone, pero lo cambia todo. Y se quedó. Se quedó en la Palabra compartida, en la Eucaristía, en el silencio cargado de sentido, en las miradas de los hermanos, en los testimonios que devolvían aliento y ganas de seguir caminando.
Hubo un momento en que todo se volvió claro. No porque la vida haya cambiado de repente, sino porque algo cambió en nosotros. El pan partido, la mesa compartida, la certeza de que Él toma nuestra historia —por rota que esté—, la bendice, la sana y nos la entrega de nuevo. Desde ahí, desde esa intimidad que sólo se vive con Jesús, comprendimos que la esperanza no se busca fuera: nace dentro, arde por dentro y se contagia.
A los que no pudisteis venir, sólo puedo deciros esto: os echamos de menos. Porque lo vivido no se puede explicar, pero sí se puede intuir cuando ves un rostro que ha sido tocado por Dios. Ojalá la próxima vez os animéis. Ojalá sintáis que vale la pena detenerse, dejarse alcanzar, permitir que Jesús vuelva a tomaros de la mano. Porque la esperanza no se enseña, se contagia. Y nosotros hemos sido contagiados.
Salimos distintos. No mejores, pero sí más vivos. Con los ojos abiertos y el corazón encendido. Con la certeza de que hay que volver a Jerusalén, allí donde nos dolió, pero ya no desde el miedo, sino desde la fe. Él vive. Y nos espera en cada paso. Porque, aunque sea de noche… Él está. Siempre.