Dejarse amar: La luz que transforma
Nos cuesta dejarnos amar. Decimos que buscamos a Dios, que anhelamos su luz, pero muchas veces solo queremos el consuelo sin el camino, la certeza sin el proceso, la alegría sin la entrega. Nos gustaría quedarnos en lo extraordinario, en lo que se ve y se siente con fuerza, sin pasar por el desgaste de lo diario; y, sin embargo, el amor de Dios no es solo un destello en la cima, es un fuego que nos moldea en la llanura, en los días comunes, en la historia concreta de nuestra vida.
Eso es precisamente lo que vivieron Pedro, Santiago y Juan en el monte Tabor. Sus ojos vieron lo que el corazón apenas podía comprender: la gloria de Jesús resplandeciendo ante ellos. Y quisieron quedarse ahí. Querían prolongar la luz, aferrarse a ese instante donde todo tenía sentido; pero, Jesús no les permitió quedarse. La revelación no era para retenerla, sino para aprender a vivir en ella. Y no les quedó más remedio que bajar, volver a lo cotidiano, aprender a caminar con la certeza de que, aunque la luz no siempre fuera visible, seguía estando en lo profundo.
Dejarse amar es rendirse a la luz
Nos cuesta dejarnos amar porque el amor verdadero no se impone, sino que nos invita, y para aceptar la invitación, hay que confiar. Nos resistimos porque el amor nos expone, nos descubre en nuestra fragilidad, nos enfrenta a nuestras heridas. Aceptar que somos amados sin méritos ni condiciones nos desarma, porque nos hace renunciar a nuestras propias estrategias de control. Queremos demostrar, queremos merecer, queremos corresponder con algo que nos haga sentir dignos, y, sin embargo, Dios no nos ama por lo que hacemos, sino por quienes somos.
Pedro no entendía lo que veía, pero quería retenerlo; a nosotros nos pasa algo parecido, tampoco entendemos del todo el amor de Dios, pero queremos asegurarlo, fijarlo, merecerlo. Nos cuesta creer que no depende de nosotros, que no se gana ni se pierde, que simplemente es. Y por eso nos cuesta tanto dejarnos amar. Preferimos el esfuerzo al abandono, la autosuficiencia a la confianza, la seguridad de lo tangible a la libertad de dejarnos hacer.
Paradójicamente, la luz de Dios no se impone, se recibe. La transfiguración no fue un logro de los discípulos, sino un regalo, no fue el resultado de su fidelidad, sino la manifestación de la fidelidad de Dios. Así es su amor: nos alcanza cuando menos lo esperamos, nos ilumina sin que podamos explicarlo, nos transforma cuando, por fin, dejamos de resistirnos.
Dejarse amar es bajar de la montaña
La tentación de Pedro es la nuestra: quedarnos donde todo es claro, donde el amor no duele, donde no hay dudas ni sombras, más, la invitación de Jesús es distinta; Él nos llama a bajar, a llevar la luz a los valles donde la fe se prueba, donde la esperanza tambalea, donde el amor es más difícil porque no siempre brilla, digamos que nos llama a vivir amados, no solo a sentirnos amados.
La Cuaresma es un camino de transformación. No nos pide que fabriquemos la luz, sino que aprendamos a recibirla. No es tiempo de demostrarle nada a Dios, sino de aprender a dejarnos amar.
Tal vez nos encontramos en un momento en el que nos cuesta creer que su amor es real. Quizás hay heridas que nos hacen dudar, cicatrices que nos han endurecido, miedos que nos impiden abrir el corazón; pero, Dios no se cansa, su amor sigue llegando, sigue llamando, sigue esperando, y no para quedarse en la cima, sino para caminar con nosotros en la vida de cada día.
Dejarnos amar es atrevernos a bajar de la montaña con la certeza de que la luz no se ha ido, sino que ahora brilla dentro. Es confiar en que Dios no solo nos ilumina en los momentos de gloria, sino que nos sostiene en las sombras, nos guía en las noches, nos transforma en cada paso.
Dejarnos amar es, al final, soltar el miedo, confiar en el amor y dejar que Dios haga en nosotros su obra.