El perdón que nace del amor libera, transforma y devuelve al alma su espacio sagrado.
Perdonar es abrir una puerta que parecía cerrada para siempre, es mirar con otros ojos lo que dolió y abrazar lo que aún puede nacer, es elegir amar desde la hondura, desde esa raíz donde brota la entrega desinteresada, libre de cálculos y abierta al don. El corazón que perdona se ensancha, el alma que ofrece perdón recupera su libertad y la relación, cuando acoge esa gracia, encuentra un nuevo comienzo.
Quien perdona, elige confiar en lo que aún vale, se trata de apostar por la vida en medio de las ruinas, de volver a cuidar lo que parecía marchito, de sostener lo que aún puede florecer. El perdón gratuito se da porque sí, porque el vínculo importa, porque el otro importa, porque el amor, cuando es verdadero, tiene la fuerza de empezar de nuevo.
La paciencia del amor sostiene más allá del cansancio y espera más allá del juicio.
El Evangelio nos habla de una higuera que ocupa espacio sin dar fruto, una historia que muchos habrían dado por cerrada; sin embargo, hay alguien que cree que ese árbol aún puede dar vida, y lo dice con humildad: déjala todavía, voy a cuidarla, a abonarla, a regarla, se trata de darle otra oportunidad. El amor de Dios se parece a esa voz que siempre permanece, que sostiene con ternura, que espera con paciencia, que abraza incluso el silencio y sigue latiendo en lo que aún está por florecer.
La misericordia acompaña en lo oculto, permanece incluso cuando el fruto aún no se ve. “Tú, Señor, eres bueno y clemente, rico en misericordia con los que te invocan” (Sal 86, 5). La paciencia de Dios es inagotable, su compasión perdura, su ternura abraza lo pequeño, lo débil, lo inacabado.
El perdón que se ofrece con esa libertad transforma también la mirada, invita a confiar donde otros habrían cerrado puertas, invita a creer que cada persona es más que su error, más que su pasado, más que su límite; invita a reconocer que la historia se abre al futuro cuando el amor decide quedarse.
El alma que se sabe perdonada aprende a amar sin miedo.
Hay gestos que restauran sin hacer ruido, hay miradas que curan sin explicar, hay silencios que sostienen más que mil palabras. Quien ha sido acogido en su fragilidad descubre una forma nueva de vivir, solo quiere caminar desde la verdad, con sencillez, con paz.
El perdón recibido se convierte en fuente, desde ahí, brota una forma distinta de estar en el mundo, una forma que escucha, que comprende, que acompaña, una forma que no controla ni etiqueta; solo mira con compasión, solo se entrega, siembra en solitario.
“Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo” (Lc 6, 36). Esa compasión nace de la experiencia de haber sido mirado con amor, nace del recuerdo de quien te levantó cuando te sentías vacío, nace de esa certeza que se graba en el alma y que dice: eres valioso, incluso en medio de tu miseria, eres digno de amor, incluso cuando no lo crees.
Que esta semana se convierta en oportunidad para regalar lo que tantas veces recibimos sin pedirlo.
Que podamos ofrecer ese perdón que libera, que repara, que da sentido, que brote en nosotros el gesto que devuelve esperanza, que nuestras palabras, incluso las más sencillas, lleven dentro la semilla de una vida nueva, que nuestra forma de mirar, de actuar, de permanecer, sea reflejo de ese Dios que siempre elige restaurar en lugar de rechazar, que el perdón que demos, como el que acojamos, se convierta en tierra buena donde la Pascua ya empieza a florecer.