Ante la muerte se guarda silencio, respeto y dolor. También agradecimiento por tanto amor en la cruz. En aquella cruz se abrieron los brazos para decirnos cuánto nos ama, cuánto valemos, cuánto estaba dispuesto a darnos con tal que entendiéramos en nuestro corazón que hay un mundo diferente, y que luchar por él vale la pena.

Hoy la Iglesia calla. No celebra la Eucaristía. Solo contempla. Acompaña. Adora. Solo se escucha el latido del Amor que no se guardó nada.

Ante esa cruz, hoy, como aquel buen ladrón, quizás nuestros reinos se han venido abajo, todo aquello que planificamos en la vida. Y por eso, resuena su súplica: “Acuérdate de mí cuando estés en tu Reino”.

Sí, nuestros reinos quizás han fracasado, los planes no salieron como lo teníamos pensado, construimos castillos y sueños que quedaron en poco o nada. Es hora de pedir que sea su Reino, que no tiene fin, el que se construya en nosotros. No pongamos nuestra mirada en lo efímero, sino en lo que permanece, como lo es su Amor.

“Mirarán al que traspasaron”, profetizó Isaías. Que nuestra mirada se pose sobre los traspasados por la injusticia, por la pobreza, por la soledad, por la enfermedad, por todo aquello que da muerte a nuestro alrededor. Pero que sea una mirada esperanzada, porque la resurrección es el horizonte. No tengamos una mirada con lamento, sino con esperanza, que es el ancla de la fe.

Hoy nos postramos ante la cruz, no por amor al sufrimiento, sino por amor a Aquel que en ella nos amó hasta el extremo.

Anunciemos el amor que Dios nos ha tenido en la cruz, y seamos de los que, cada día, abramos los brazos para compartirlo con quien lo necesite.

P. Luis Murillo