El tema del cuarto Encuentro Cuaresmal dedicado a «Cuidar la Familia en el Año Familia Amoris Laetitia» ha sido «La «escultura» viva de Dios (fecundidad)».
Presentamos el texto para reflexionar.
Comenzamos rezando
Tres palabras han puesto de manifiesto cuánto aporta la familia, tal como la vamos contemplando en esta Cuaresma, a la vida humana: soledad (la familia sana nuestra soledad), ternura (si no tengo amor, no soy nada) y servicio (su servicio a la sociedad y a la Iglesia es impagable). En esta cuarta semana, se añade la palabra fecundidad: la fecundidad de la familia refleja la fecundidad creadora del Dios que nos salva.
Hagamos descender hasta el corazón, los sentimientos del siguiente himno litúrgico, que nos trae a la memoria la presencia creadora de Dios:
Alfarero del hombre, mano trabajadora
que, de los hondos limos iniciales,
convocas a los pájaros a la primera aurora,
al pasto, los primeros animales.
De mañana te busco, hecho de luz concreta,
de espacio puro y tierra amanecida.
De mañana te encuentro, Vigor, Origen, Meta
de los sonoros ríos de la vida.
El árbol toma cuerpo, y el agua melodía;
tus manos son recientes en la rosa;
se espesa la abundancia del mundo a mediodía,
y estás de corazón en cada cosa.
No hay brisa, si no alientas, monte, si no estás dentro,
ni soledad en que no te hagas fuerte.
Todo es presencia y gracia. Vivir es este encuentro:
Tú, por la luz, el hombre, por la muerte.
¡Que se acabe el pecado! ¡Mira que es desdecirte
dejar tanta hermosura en tanta guerra!
Que el hombre no te obligue, Señor, a arrepentirte
de haberle dado un día las llaves de la tierra. Amén.
La familia, “escultura” de Dios
Seguimos escuchando al papa Francisco cuando dice: «la pareja que ama y genera la vida es la verdadera “escultura” viviente ―no aquella de piedra u oro que el Decálogo prohíbe―, capaz de manifestar al Dios creador y salvador».
La fecundidad es la característica más evidente de esa realidad básica de la existencia, que llamamos familia. Esta fecundidad se realiza en tres planos, que se sostienen entre sí: en el plano personal, en el plano social y en el plano familiar.
En el plano personal, la fecundidad refleja la capacidad que la pareja tiene para ayudarse a crecer en valores personales, mediante el encuentro y el roce diario con las circunstancias de la vida, vividas desde el amor. Ese amor, del que se habló en la segunda semana, lleva a los esposos a apoyarse, pero también a corregirse, a ver con objetividad los problemas y situaciones, a afrontar las múltiples circunstancias de la vida buscando más la verdad que las propias inclinaciones.
Es un diálogo, a veces difícil, a veces grato y siempre fecundo, que perfecciona la percepción de la realidad que cada uno tiene. Ningún espacio como el de la intimidad del amor es más apto para acoger una visión compartida y madura de la vida.
En el plano social, la fecundidad de la pareja la hace protagonista de la vida de la comunidad en la que desarrolla su existencia.
Frente a la tendencia egoísta a retraerse y dejar que sean otros quienes afronten las necesidades y problemas que siempre surgen en la vida del pueblo, de la ciudad, del país, de la comunidad de vecinos o de las familias cercanas que conocemos, la decisión de la pareja de ser fecundos en el plano social lleva a los esposos y a los hijos a preocuparse e intervenir en lo que ocurre en el ámbito social de nuestra existencia.
En el plano familiar, la fecundidad del matrimonio se hace palpable en la decisión de engendrar a los hijos, prolongando en ellos el amor esponsal y el acto creador de Dios, que se materializan en las criaturas engendradas mientras los esposos se “dicen” su amor mutuo. Y asumiendo la hermosa, y tantas veces difícil, tarea de educarlas para que lleguen a ser personas responsables y creyentes.
La fecundidad del matrimonio, en los tres planos señalados, es “imagen” viva y eficaz de Dios; es signo visible de su acto creador y de ese largo camino de salvación que Él viene recorriendo con nosotros en la vida. Es también un reflejo viviente de Dios Trinidad, porque, como dijo el papa Juan Pablo II, «nuestro Dios, en su misterio más íntimo, no es una soledad, sino una familia, puesto que lleva en sí mismo paternidad, filiación y la esencia de la familia que es el amor. Este amor, en la familia divina, es el Espíritu Santo». De modo que, cuando la educación de los hijos se hace cuesta arriba por los múltiples problemas que lleva consigo la vida humana, la familia cristiana hará bien en pensar cuánto hace sufrir a Dios (por decirlo con palabras humanas) la historia humana y su salvación.
¡Abrid los ojos!
La vida de familia comporta todos los días el cumplimiento de unos compromisos comunitarios y fraternos, que obligan a abrir más y más el corazón, justamente porque esos compromisos nos piden reaccionar frente al egoísmo individual, al cansancio o la despreocupación, que muchas veces nos tientan.
El papa Benedicto XVI nos advirtió que «cerrar los ojos ante el prójimo nos convierte también en ciegos ante Dios», y que el amor es en el fondo la única luz que «ilumina constantemente a un mundo oscuro». Por esto la vida familiar, con su constante exigencia de comunión amorosa, es lugar privilegiado para encarnar la espiritualidad: la familia no hace más difícil la santificación de los esposos, sino que la favorece.
El papa Francisco saca de esto dos consecuencias valiosas, cuando escribe:
«Si la familia logra concentrarse en Cristo, él unifica e ilumina toda la vida familiar. Los dolores y las angustias se experimentan en comunión con la cruz del Señor, y el abrazo con él permite sobrellevar los peores momentos. En los días amargos de la familia hay una unión con Jesús abandonado que puede evitar una ruptura. [Pero también…] Los momentos de gozo, el descanso o la fiesta, y aun la sexualidad, se experimentan como una participación en la vida plena de su Resurrección. Los cónyuges conforman con diversos gestos cotidianos ese espacio teologal en el que se puede experimentar la presencia mística del Señor resucitado» (“Amoris laetitia”, 316-317).
El camino ordinario para vivir esta espiritualidad matrimonial y familiar es la oración en común, la oración en familia. Desgraciadamente, han caído en el olvido, como si fuera una antigualla, la bendición de la mesa o el rezo del rosario, que nuestros abuelos vivían con toda naturalidad. Y no nos hemos vuelto más modernos, sino más descreídos. Por eso, una consecuencia positiva de la conversión cuaresmal, que venimos preparando con estos momentos de reflexión, puede ser el propósito de recuperar la oración en familia.
El Papa invita a «encontrar unos minutos cada día para estar unidos ante el Señor vivo, decirle las cosas que preocupan, rogar por las necesidades familiares, orar por alguno que esté pasando un momento difícil, pedirle ayuda para amar, darle gracias por vida y por las cosas buenas, pedirle a la Virgen que proteja con su manto de madre» (“Amoris laetitia” 318).
Este camino de oración familiar culmina participando juntos en la Eucaristía dominical. «Jesús llama a la puerta de la familia para compartir con ella la cena eucarística. Allí, los esposos pueden volver siempre a sellar la alianza pascual que los ha unido», y proporciona un momento decisivo para educar la fe de los hijos. Toda la familia unida participando de la mesa eucarística hace visible la Iglesia como el cálido hogar que resguarda la fe de la intemperie y de las inclemencias de la vida.
Construir el hogar día a día
Al final de su exhortación sobre la familia, el Papa advierte que «ninguna familia es una realidad celestial y confeccionada de una vez para siempre, sino que requiere una progresiva maduración de su capacidad de amar» (“Amoris laetitia” 325).
Es una advertencia muy necesaria para no desanimarse ante los fallos que siempre jalonan la vida de los seres humanos y para recodar la imperiosa necesidad de ayudarse y apoyarse mutuamente, unas familias cristianas en otras, para llevar a término todo el programa que se ha desplegado en estas cuatro semanas.
«Es una honda experiencia espiritual contemplar a cada ser querido con los ojos de Dios y reconocer a Cristo en él». Esta experiencia está hecha de muchos momentos en los que «recordamos que esa persona que vive con nosotros lo merece todo, ya que posee una dignidad infinita por ser objeto del amor inmenso del Padre. Así brota la ternura, capaz de suscitar en el otro el gozo de sentirse amado. (…) Esta apertura se expresa particularmente en la hospitalidad. Cuando la familia acoge y sale hacia los demás, especialmente hacia los pobres y abandonados, es un símbolo, testimonio y participación de la maternidad de la Iglesia» (“Amoris laetitia”, 323-324).
Además, el Papa invita a abrir los ojos ante la que él llama “familia ampliada”, que existe más allá de los límites estrictos de la propia familia. Invita, pues, a las familias cristianas a dirigir la mirada hacia esa familia ampliada, en la medida que sus fuerzas y posibilidades se lo permitan:
«Esta familia grande debería integrar con mucho amor a las madres adolescentes, a los niños sin padres, a las mujeres solas que deben llevar adelante la educación de sus hijos, a las personas con alguna discapacidad que requieren mucho afecto y cercanía, a los jóvenes que luchan contra una adicción, a los sol- teros, separados o viudos que sufren la soledad, a los ancianos y enfermos que no reciben el apoyo de sus hijos, y en su seno tienen cabida incluso los más desastrosos en las conductas de su vida…» (“Amoris laetitia”, 197).
Por todo ello, la última recomendación en este año, antes de disponernos a celebrar la Pascua, es que, en la medida de lo posible, busquemos siempre el apoyo de otras familias cristianas para compartir con ellas las metas que hemos de alcanzar, las dificultades que encontramos en el camino, tanto de la vida espiritual de la pareja como de la educación de los hijos, los apoyos con los que podemos contar para no desanimarnos ante lo arduo de la tarea o ante los fallos a los que nos abocan nuestras propias limitaciones.
Y esto se consigue con la ayuda de movimientos y asociaciones específicas para avanzar en la construcción de una vida familiar según los designios de Dios y para superar el desánimo que nos ronda en tantas ocasiones.
En la Iglesia diocesana existe la experiencia de grupos apostólicos que se han ayudado y pueden seguir ayudando en este camino: el Movimiento Familiar Cristiano, el Encuentro Matrimonial, los grupos de Acción Católica General, etc. son experiencias que pueden ofrecer su estructura y su experiencia, y que necesitan también la vitalidad de nueva savia.
La meta de estas reflexiones es lograr que “la alegría del amor” se manifieste a este mundo nuestro y en este tiempo, que siempre es de gracia, a través de las familias cristianas de la Diócesis.
Concluyamos con una oración para el camino de la vida, en el que necesitamos compañía: la compañía de los más cercanos, que nos aman, la compañía de otras familias cristianas, preocupadas como nosotros por ser sal y luz en el mundo en que vivimos, y sobre todo la compañía del Resucitado, que siempre camina junto a nosotros:
Ando por mi camino, pasajero,
y a veces creo que voy sin compañía,
hasta que siento el paso que me guía,
al compás de mi andar, de otro viajero.
No lo veo, pero está. Si voy ligero,
él apresura el paso; se diría
que quiere ir a mi lado todo el día,
invisible y seguro el compañero.
Al llegar a terreno solitario,
él me presta valor para que siga,
y, si descanso, junto a mí se reposa.
Y, cuando hay que subir monte (Calvario
lo llama él), siento en su mano amiga,
que me ayuda, una llaga dolorosa.
Guía para orar durante la Cuaresma para la cuarta semana
Del 27 de marzo al 2 de abril
Es grande el servicio que la fecundidad de la familia proporciona a la sociedad, ayudándola a ver que es posible superar las tentaciones de egoísmo que frecuentemente surgen en la vida de todos.
Lecturas bíblicas para esta semana
En los capítulos 14 al 18 del evangelio de San Mateo aparece la fundación de la Iglesia. Jesús da normas para la vida comunitaria, que sirven tanto para la comunidad cristiana como para la comunidad familiar.
Palabras para orar
Salmo 32
Dichosa la nación, (la familia),
cuyo Dios es el Señor,
el pueblo que él se escogió como heredad.
Nosotros aguardamos al Señor;
él es nuestro auxilio y escudo;
con él se alegra nuestro corazón,
en su santo nombre confiamos.
Que tu misericordia, Señor,
venga sobre nosotros,
como lo esperamos de ti.
Salmo 129
Desde lo hondo a ti grito, Señor;
Señor, escucha mi voz;
estén tus oídos atentos
a la voz de mi súplica.
Si llevas cuenta de los delitos, Señor,
¿quién podrá resistir?
Pero de ti procede el perdón,
y así infundes respeto.
Mi alma espera en el Señor,
espera en su palabra;
mi alma aguarda al Señor,
más que el centinela la aurora.
Aguarde Israel al Señor,
como el centinela la aurora;
porque del Señor viene la misericordia,
la redención copiosa;
y él redimirá a Israel
de todos sus delitos.
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