Ha pasado

Envío de misioneros parroquiales

El domingo 30 de marzo, nuestra parroquia ha vivido uno de esos momentos que dejan huella. Cincuenta misioneros parroquiales han sido enviados, en el contexto del Jubileo de la Esperanza, durante la Eucaristía dominical. La comunidad entera oró sobre ellos, bendijo sus pasos y los abrazó con la certeza de que es Dios mismo quien los envía. No salen por iniciativa propia, salen porque han sido llamados, tocados por un amor que no se guarda, un amor que desea llegar a todos.

Ser misionero no es tener todas las respuestas. Es dejarse transformar, permitir que el Señor pase a través de nuestra vida y haga de nuestra presencia un canal de su ternura. No somos portadores de discursos, somos portadores de una experiencia. Hemos sido formados, hemos rezado, nos hemos preparado con humildad… y ahora toca caminar. Salir, llamar a las puertas, sentarnos en el hogar de otros como quien entra descalzo en tierra sagrada.

La Misión Parroquial es la Iglesia que se hace casa, que se hace visita, que se hace encuentro. Es la certeza de que Cristo camina con nosotros y nos espera también en los pasillos de nuestras casas, en la silla donde se reza, en la mirada de quienes nos reciben. Porque Dios se hace presente allí donde dos o tres se reúnen en su nombre. Y nos sale al encuentro en lo cotidiano: en la conversación sencilla, en el silencio compartido, en la oración que brota sin forzar nada, solo porque Él está.

Cada visita es una gracia. A veces se llora, a veces se sonríe. Siempre se escucha. Y en ese espacio sagrado donde se entrelazan historias, preguntas, heridas y esperanzas, florece algo nuevo. Una paz que no se puede explicar, una alegría serena, una luz que disipa la oscuridad. Descubrimos que Dios sigue actuando, que su amor no se cansa, que su gracia sigue obrando.

Gracias a cada misionero parroquial que ha dicho “sí”, que ha entregado su tiempo, su corazón, su fe. Gracias por ser rostro visible de una Iglesia que no espera sentada, sino que camina, que acompaña, que se pone a la escucha. Gracias por hacer vida esta misión.

Y a quienes sienten en el corazón el deseo de abrir su casa al Señor, de dejar que Él entre y se quede… aún estáis a tiempo. Apuntaos en la sacristía, en el despacho parroquial o al salir de misa. Nos pondremos en contacto para organizar la visita.

Será una bendición. Un instante de gracia. Una puerta que se abre… y un corazón que se ensancha. ¿Nos atrevemos a abrirle la puerta?

P. Luis Murillo

 

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Retiro parroquial de cuaresma: Recuperar la esperanza en Jesús

Hay momentos en los que el alma necesita una pausa, para reencontrarse. Eso ha sido el Retiro de Cuaresma que nos ha ofrecido el P. Luis el 29 de marzo: un espacio donde el tiempo se detuvo y el corazón, por fin, pudo respirar hondo. Nos citamos con Jesús en el camino de Emaús, y allí, entre palabras y silencios, nos dejó una huella que no se borra.

Fuimos muchos los que acudimos con la mochila cargada de dudas, cansancios, esperas y pérdidas. Cada uno llegaba con su propio trozo de noche. Y, sin embargo, algo comenzó a suceder. Al principio no sabíamos ponerle nombre, pero nuestros pasos se volvieron más ligeros, nuestras conversaciones más sinceras, y nuestros corazones, sin saber cómo, empezaban a arder. Porque cuando uno se detiene, se acalla por dentro y escucha con el alma… entonces llega Él.

El P. Luis nos habló al corazón. No con teorías, sino con verdad. De esa que remueve, sana y transforma. Nos ayudó a mirar hacia dentro, a reconocer nuestras huidas, nuestras decepciones, nuestras historias mal cerradas… y allí, en lo más hondo, apareció la misericordia. Como una presencia real, cercana, entrañable. Jesús se nos acercó como peregrino y, paso a paso, palabra a palabra, fue abriéndose camino hasta quedarse.

“Quédate con nosotros”, le dijimos. Porque atardecía en muchas de nuestras almas. Porque cuando Él está, hasta la noche tiene luz. Porque su compañía no se impone, pero lo cambia todo. Y se quedó. Se quedó en la Palabra compartida, en la Eucaristía, en el silencio cargado de sentido, en las miradas de los hermanos, en los testimonios que devolvían aliento y ganas de seguir caminando.

Hubo un momento en que todo se volvió claro. No porque la vida haya cambiado de repente, sino porque algo cambió en nosotros. El pan partido, la mesa compartida, la certeza de que Él toma nuestra historia —por rota que esté—, la bendice, la sana y nos la entrega de nuevo. Desde ahí, desde esa intimidad que sólo se vive con Jesús, comprendimos que la esperanza no se busca fuera: nace dentro, arde por dentro y se contagia.

A los que no pudisteis venir, sólo puedo deciros esto: os echamos de menos. Porque lo vivido no se puede explicar, pero sí se puede intuir cuando ves un rostro que ha sido tocado por Dios. Ojalá la próxima vez os animéis. Ojalá sintáis que vale la pena detenerse, dejarse alcanzar, permitir que Jesús vuelva a tomaros de la mano. Porque la esperanza no se enseña, se contagia. Y nosotros hemos sido contagiados.

Salimos distintos. No mejores, pero sí más vivos. Con los ojos abiertos y el corazón encendido. Con la certeza de que hay que volver a Jerusalén, allí donde nos dolió, pero ya no desde el miedo, sino desde la fe. Él vive. Y nos espera en cada paso. Porque, aunque sea de noche… Él está. Siempre.

 

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El significado de la cuaresma y su preparación

Caminando juntos… en la fe, con esperanza, desde el amor… como comunidad parroquial

Los martes del curso 2024-2025, publicaremos una entrada que podría fomentar la reflexión y el crecimiento de nuestra vida espiritual, ayudando a mantenerla viva en el día a día: El significado de la Cuaresma y su preparación (más…)

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Cuarta semana de Cuaresma: peregrinos

El paso del alma que busca

Cada uno lleva dentro un deseo de hogar, una sed de plenitud que empuja a levantarse y caminar. Peregrinar es más que moverse, es saberse en camino hacia Alguien que llama. La Cuaresma despierta esa certeza: somos peregrinos. El corazón, cuando escucha, reconoce la voz del Padre que invita a volver. Y algo en lo profundo se pone en marcha.

La parábola del hijo pródigo ilumina este viaje: un hijo se levanta desde su propia herida y emprende el regreso. El padre, al verlo, no espera, sino que corre, se conmueve, abraza. “Todavía estaba lejos, cuando su padre lo vio y se le enternecieron las entrañas” (Lc 15, 20). La ternura se adelanta. La misericordia sale al encuentro. En ese abrazo se revela la meta de todo peregrinaje: el corazón del Padre.

El camino que transforma

Ser peregrino no es tenerlo todo claro. Es avanzar incluso cuando el horizonte se difumina. Es confiar, como Abraham, en la promesa que sostiene el paso. Es dejar que la intemperie ablande las durezas, que el cansancio limpie las falsas seguridades, que el silencio revele lo esencial. Cada etapa enseña. Cada pausa purifica. Cada paso acerca.

“Yo mismo buscaré a mis ovejas y velaré por ellas” (Ez 34, 11). Quien se sabe buscado camina distinto. No con miedo, sino con confianza. No con prisa, sino con hondura. Como recuerda San Agustín: “Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti”. La inquietud no es un obstáculo, es el motor. El corazón que peregrina se deja tocar, abrir, transformar. Se convierte en tierra fecunda, en fuego que no se apaga, en espera que no desespera.

Una Iglesia que acompaña el paso

En este tiempo, también la Iglesia se descubre peregrina. Camina con la humanidad, acompaña sus búsquedas, acoge sus regresos. No marca distancias, acorta caminos. No mide méritos, abraza historias. La comunidad cristiana, cuando vive desde el Evangelio, se convierte en albergue para los cansados, en fuente para los sedientos, en mesa para los que regresan.

El hijo mayor de la parábola no comprende esta lógica del amor. Reclama, calcula, compara. El padre, en cambio, recuerda la razón de la fiesta: “Era necesario celebrar y alegrarse, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida” (Lc 15, 32). Esa es la vocación más honda de la Iglesia: hacer fiesta por cada regreso, ensanchar la casa, abrir el corazón.

Esta semana, el Evangelio nos invita a ser peregrinos. A ponernos en camino. A caminar ligeros, con lo justo, con lo verdadero. A avanzar con la certeza de que el amor espera. A reconocer que cada paso, aunque incierto, lleva consigo una promesa. Que cada peregrino guarda en su interior la nostalgia de un abrazo. Y que al final del camino, ese abrazo está siempre encendido.

 

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Tercera semana de Cuaresma: La gratuidad del perdón

El perdón que nace del amor libera, transforma y devuelve al alma su espacio sagrado.

Perdonar es abrir una puerta que parecía cerrada para siempre, es mirar con otros ojos lo que dolió y abrazar lo que aún puede nacer, es elegir amar desde la hondura, desde esa raíz donde brota la entrega desinteresada, libre de cálculos y abierta al don. El corazón que perdona se ensancha, el alma que ofrece perdón recupera su libertad y la relación, cuando acoge esa gracia, encuentra un nuevo comienzo.

Quien perdona, elige confiar en lo que aún vale, se trata de apostar por la vida en medio de las ruinas, de volver a cuidar lo que parecía marchito, de sostener lo que aún puede florecer. El perdón gratuito se da porque sí, porque el vínculo importa, porque el otro importa, porque el amor, cuando es verdadero, tiene la fuerza de empezar de nuevo.

La paciencia del amor sostiene más allá del cansancio y espera más allá del juicio.

El Evangelio nos habla de una higuera que ocupa espacio sin dar fruto, una historia que muchos habrían dado por cerrada; sin embargo, hay alguien que cree que ese árbol aún puede dar vida, y lo dice con humildad: déjala todavía, voy a cuidarla, a abonarla, a regarla, se trata de darle otra oportunidad. El amor de Dios se parece a esa voz que siempre permanece, que sostiene con ternura, que espera con paciencia, que abraza incluso el silencio y sigue latiendo en lo que aún está por florecer.

La misericordia acompaña en lo oculto, permanece incluso cuando el fruto aún no se ve. “Tú, Señor, eres bueno y clemente, rico en misericordia con los que te invocan” (Sal 86, 5). La paciencia de Dios es inagotable, su compasión perdura, su ternura abraza lo pequeño, lo débil, lo inacabado.

El perdón que se ofrece con esa libertad transforma también la mirada, invita a confiar donde otros habrían cerrado puertas, invita a creer que cada persona es más que su error, más que su pasado, más que su límite; invita a reconocer que la historia se abre al futuro cuando el amor decide quedarse.

El alma que se sabe perdonada aprende a amar sin miedo.

Hay gestos que restauran sin hacer ruido, hay miradas que curan sin explicar, hay silencios que sostienen más que mil palabras. Quien ha sido acogido en su fragilidad descubre una forma nueva de vivir, solo quiere caminar desde la verdad, con sencillez, con paz.

El perdón recibido se convierte en fuente, desde ahí, brota una forma distinta de estar en el mundo, una forma que escucha, que comprende, que acompaña, una forma que no controla ni etiqueta; solo mira con compasión, solo se entrega, siembra en solitario.

“Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo” (Lc 6, 36). Esa compasión nace de la experiencia de haber sido mirado con amor, nace del recuerdo de quien te levantó cuando te sentías vacío, nace de esa certeza que se graba en el alma y que dice: eres valioso, incluso en medio de tu miseria, eres digno de amor, incluso cuando no lo crees.

Que esta semana se convierta en oportunidad para regalar lo que tantas veces recibimos sin pedirlo.

Que podamos ofrecer ese perdón que libera, que repara, que da sentido, que brote en nosotros el gesto que devuelve esperanza, que nuestras palabras, incluso las más sencillas, lleven dentro la semilla de una vida nueva, que nuestra forma de mirar, de actuar, de permanecer, sea reflejo de ese Dios que siempre elige restaurar en lugar de rechazar, que el perdón que demos, como el que acojamos, se convierta en tierra buena donde la Pascua ya empieza a florecer.

 

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San José, padre en la esperanza: un modelo para nuestros tiempos

San José y el Jubileo de la Esperanza

En este tiempo de Jubileo de la Esperanza, en el que somos llamados a renovar nuestra confianza en Dios, la figura de San José resuena con especial fuerza. En él encontramos un padre amoroso, un hombre justo y un modelo de esperanza para nuestros tiempos.

Hoy, 19 de marzo, día de San José y día del padre, es una oportunidad para volver la mirada a este hombre sencillo, pero profundamente fiel, que con su vida nos enseña que la paternidad no es solo una cuestión biológica, sino un compromiso de amor, entrega y responsabilidad.

San José, padre y custodio de la vida

San José es el hombre del silencio fecundo, aquel que, sin grandes discursos, demuestra con hechos lo que significa ser padre: ser guía, protector y testimonio de virtud. Su vida nos enseña que la paternidad va más allá de engendrar; implica custodia, sostener y dar seguridad. Actualmente ser padre puede ser un desafío, sin embargo, su ejemplo nos invita a vivir con fe y confianza en la Providencia.

San José, un testimonio de confianza en Dios

En el contexto del jubileo de la esperanza, podemos encontrar en San José un símbolo de la confianza en Dios. A pesar de las dificultades y la incertidumbre, él aceptó la misión que Dios le encomendó. Su respuesta a la llamada de Dios fue un acto de fe que transformó su vida y la de su familia. Así como él, nosotros también estamos llamados a confiar en los planes de Dios, incluso cuando no entendemos completamente el camino que se nos presenta.

El Día del Padre a la luz de San José

Hoy, al celebrar el Día del Padre, recordemos que ser padre implica también ser un reflejo del amor de Dios. San José fue un hombre que supo escuchar, que se preocupó por el bienestar de su familia y que trabajó arduamente para proveer lo necesario. Esto nos invita a todos, no solo a los padres, a ser figuras de apoyo y amor en nuestras comunidades.

Una invitación a seguir su ejemplo

En este jubileo, renovemos nuestro compromiso de ser padres y figuras de autoridad que inspiran esperanza. Que sigamos el ejemplo de San José, cultivando un hogar donde reine la fe, la esperanza y el amor. Que cada padre en nuestra comunidad se sienta animado a ser un pilar de fuerza y guía para sus hijos, y que todos juntos, como familia parroquial, construyamos un lugar donde cada persona se sienta amada y valorada.

En este día especial, pidamos la intercesión de San José para que todos los padres sean bendecidos con sabiduría y paciencia, y que podamos vivir en la esperanza que nos ofrece nuestro Señor. Que San José, fiel servidor del Señor y padre en la esperanza, nos ayude a confiar, a amar y a ser instrumentos de Dios en la vida de los demás.

 

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Segunda semana de Cuaresma: Dejarse amar

Dejarse amar: La luz que transforma

Nos cuesta dejarnos amar. Decimos que buscamos a Dios, que anhelamos su luz, pero muchas veces solo queremos el consuelo sin el camino, la certeza sin el proceso, la alegría sin la entrega. Nos gustaría quedarnos en lo extraordinario, en lo que se ve y se siente con fuerza, sin pasar por el desgaste de lo diario; y, sin embargo, el amor de Dios no es solo un destello en la cima, es un fuego que nos moldea en la llanura, en los días comunes, en la historia concreta de nuestra vida.

Eso es precisamente lo que vivieron Pedro, Santiago y Juan en el monte Tabor. Sus ojos vieron lo que el corazón apenas podía comprender: la gloria de Jesús resplandeciendo ante ellos. Y quisieron quedarse ahí. Querían prolongar la luz, aferrarse a ese instante donde todo tenía sentido; pero, Jesús no les permitió quedarse. La revelación no era para retenerla, sino para aprender a vivir en ella. Y no les quedó más remedio que bajar, volver a lo cotidiano, aprender a caminar con la certeza de que, aunque la luz no siempre fuera visible, seguía estando en lo profundo.

Dejarse amar es rendirse a la luz

Nos cuesta dejarnos amar porque el amor verdadero no se impone, sino que nos invita, y para aceptar la invitación, hay que confiar. Nos resistimos porque el amor nos expone, nos descubre en nuestra fragilidad, nos enfrenta a nuestras heridas. Aceptar que somos amados sin méritos ni condiciones nos desarma, porque nos hace renunciar a nuestras propias estrategias de control. Queremos demostrar, queremos merecer, queremos corresponder con algo que nos haga sentir dignos, y, sin embargo, Dios no nos ama por lo que hacemos, sino por quienes somos.

Pedro no entendía lo que veía, pero quería retenerlo; a nosotros nos pasa algo parecido, tampoco entendemos del todo el amor de Dios, pero queremos asegurarlo, fijarlo, merecerlo. Nos cuesta creer que no depende de nosotros, que no se gana ni se pierde, que simplemente es. Y por eso nos cuesta tanto dejarnos amar. Preferimos el esfuerzo al abandono, la autosuficiencia a la confianza, la seguridad de lo tangible a la libertad de dejarnos hacer.

Paradójicamente, la luz de Dios no se impone, se recibe. La transfiguración no fue un logro de los discípulos, sino un regalo, no fue el resultado de su fidelidad, sino la manifestación de la fidelidad de Dios. Así es su amor: nos alcanza cuando menos lo esperamos, nos ilumina sin que podamos explicarlo, nos transforma cuando, por fin, dejamos de resistirnos.

Dejarse amar es bajar de la montaña

La tentación de Pedro es la nuestra: quedarnos donde todo es claro, donde el amor no duele, donde no hay dudas ni sombras, más, la invitación de Jesús es distinta; Él nos llama a bajar, a llevar la luz a los valles donde la fe se prueba, donde la esperanza tambalea, donde el amor es más difícil porque no siempre brilla, digamos que nos llama a vivir amados, no solo a sentirnos amados.

La Cuaresma es un camino de transformación. No nos pide que fabriquemos la luz, sino que aprendamos a recibirla. No es tiempo de demostrarle nada a Dios, sino de aprender a dejarnos amar.

Tal vez nos encontramos en un momento en el que nos cuesta creer que su amor es real. Quizás hay heridas que nos hacen dudar, cicatrices que nos han endurecido, miedos que nos impiden abrir el corazón; pero, Dios no se cansa, su amor sigue llegando, sigue llamando, sigue esperando, y no para quedarse en la cima, sino para caminar con nosotros en la vida de cada día.

Dejarnos amar es atrevernos a bajar de la montaña con la certeza de que la luz no se ha ido, sino que ahora brilla dentro. Es confiar en que Dios no solo nos ilumina en los momentos de gloria, sino que nos sostiene en las sombras, nos guía en las noches, nos transforma en cada paso.

Dejarnos amar es, al final, soltar el miedo, confiar en el amor y dejar que Dios haga en nosotros su obra.

 

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Día del Seminario: Sembradores de esperanza

El Día del Seminario nos invita a reconocer y agradecer la vida y la vocación de aquellos que han sentido la llamada de Dios al sacerdocio. Bajo el lema «Sembradores de esperanza», este año se nos recuerda la importancia de los sacerdotes como testigos del Evangelio.

Los 1.036 seminaristas que se están formando en los 82 seminarios de España son la promesa de un futuro lleno de entrega y servicio. Ellos han escuchado la llamada del Señor y han respondido con valentía, preparándose durante años para ser pastores según el corazón de Cristo. En un camino de discernimiento y formación, van configurando su vida para convertirse en misioneros de la esperanza, comprometidos con el anuncio de la Buena Noticia en todos los rincones de nuestra geografía.

El ministerio sacerdotal es un auténtico antídoto contra la desesperanza. Frente a la incertidumbre económica, los sacerdotes están al lado de los más vulnerables, sosteniendo proyectos de Cáritas y acompañando a los que sufren. Frente al miedo a la enfermedad, brindan consuelo a los enfermos y moribundos, ofreciéndoles no solo asistencia espiritual sino también una presencia cercana y amorosa. Frente a la crisis de sentido en muchos jóvenes, se convierten en guías y referentes, ayudándoles a descubrir la belleza de una vida vivida en plenitud. Frente a la despoblación y el abandono de las zonas rurales, se hacen presentes en cada rincón, sosteniendo comunidades y recordando que Dios nunca deja a nadie solo.

Cada sacerdote es, en definitiva, un sembrador de esperanza en nuestra sociedad, alguien que, con su vida entregada, nos recuerda que Dios sigue actuando en la historia, llamando a hombres de nuestro tiempo para hacer presente su amor. Hoy más que nunca, oramos por las vocaciones, por nuestros seminaristas y por aquellos que ya han entregado su vida al servicio de la Iglesia.

En este 16 de marzo, en torno a la fiesta de S. José, en el que celebramos el Día del Seminario con el lema «Sembradores de Esperanza», miremos con gratitud a quienes han respondido generosamente a la llamada de Cristo y pidamos al Señor que siga enviando trabajadores a su mies. ¡Que nuestra oración y nuestro apoyo sean semilla fecunda para que nunca falten pastores que acompañen y conduzcan al pueblo de Dios!

Más información: https://www.conferenciaepiscopal.es/dia-del-seminario-2025/

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